El vidrioso asunto de la pedofilia, o de la pederastia (no son términos sinónimos, aunque a veces se usen como tales), se ha tratado en cine, como en cualquier otra arte narrativa, generalmente desde el punto de vista de la víctima y las graves consecuencias (psicológicas, físicas, vitales) que cualquier tipo de abuso de estas características suponen en los niños o adolescentes abusados. Sin embargo, en esta Hard Candy se opta por una perspectiva distinta, sin duda sutil: ¿qué ocurriría si la supuesta víctima tendiera una trampa a su presunto acosador? Ese es el planteamiento que hace el cineasta inglés David Slade en este filme: un inicial intercambio en un chat de Internet entre un adulto y una adolescente llevará a ambos al domicilio del primero, en lo que parece una taimada trampa del hombre, a la sazón fotógrafo especializado en retratar modelos muy jóvenes. A partir de ahí, la situación da un giro imprevisto cuando el hombre comienza a sentirse mal…
Permitirán que no destripe (no sé si el término es el más adecuado, teniendo en cuenta alguno de los sucesos que acontecen en la película…) el resto de los eventos, que nos permitirán asistir a una situación insospechada, en la que Caperucita se come, casi literalmente, al Lobo. Slade opta por una fórmula que ha dado sus resultados en filmes como Funny Games (en cualquiera de sus dos versiones, aunque yo sigo prefiriendo la original: poco ídem que es uno…), una cierta capacidad taumatúrgica, la facultad de obrar milagros por parte, en este caso, de la adolescente protagonista, que jugará a placer con su antagonista. Quizá ese sea el flanco más desguarnecido de este, por lo demás, interesante filme: no es creíble, al menos no en una clave realista, lo que sabe esta chica, cómo urde su trampa, su celada sin fisuras, como todo sale a pedir de boca, incluso con la boutade del… uy, casi suelto un spoiler…
De impecable factura formal e intrigante desarrollo argumental, Hard Candy resulta ser un thriller atípico, en el que la víctima acorralará a su verdugo, una denuncia del lacerante fenómeno de la pederastia (que no es actual: su nombre se inventó en la Grecia clásica…), y cuyas fallas guionísticas, sin embargo, quedan en un segundo plano, pegado el espectador a la butaca siguiendo el percutante devenir de la trama.
Que la lolita de turno se comporte casi como el Jigsaw de la saga Saw no deja de ser chocante; que lo haga jugando con la (supuesta) inocencia de su edad, resulta con frecuencia mortificante. Claro que siempre queda la secuencia final sobre el tejado para entenderlo todo (más o menos…), aunque también es cierto que al final, de verdad, no nos enteramos demasiado bien de quién es esta pipiola y por qué hace lo que hace… El cine es un arte ambiguo donde los haya: casi siempre es mejor insinuar que desvelar, pero aquí queda la sensación de que esa insinuación, ese etéreo desconocimiento sobre la protagonista viene dado, más que por la intención de sugerir, por la algo más prosaica de no saber cómo contarnos la razón por la que esta caperucita de medio pelo actúa como una mantis religiosa con acné.
Aún así, la película de Slade es estimulante, mantiene el interés durante todo su metraje, y juega con inteligencia sus cartas; aquí, entre otras, la cromática, con unos títulos de crédito tirados a escuadra y cartabón, con un protagonismo de lo rojo que nos lleva al cuento infantil que inspira, a sensu contrario, esta trama de la emboscada que la bestia nunca receló.
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