James Foley era conocido en la fecha del estreno de esta película sólo a través de su posterior ¿Quién es esa chica?, un filme menospreciado por llevar como mascarón de proa a la entonces aún incipiente mito canoro Madonna. Ya se sabe que todo aquello que venda muy bien es intrínsecamente malo, según dicen algunos. Pero quienes fueron capaces de quitarse los anteojos del prejuicio se encontraron con una comedia fresca y divertida, con algunos golpes antológicos y con un homenaje a La fiera de mi niña que, sin llegar por supuesto a Howard Hawks, ni pretenderlo, resultaba más agradable que blasfemo.
Hombres frente a frente tiene un registro totalmente distinto. Un adolescente conoce a su padre, un ladrón de altos vuelos que abandonó a su familia cuando él era pequeño. El chico se siente fascinado por la desenvoltura, el aire mundano y triunfador del hombre, y decide seguir sus pasos. Pronto encontrará que aquél es un camino que no conduce a ninguna parte.
En contra de lo que pudiera suponerse, el filme de Foley no busca la moralina, sino el análisis en la contraposición de dos caracteres fuertes: el padre, acostumbrado a una forma de vida de la que no puede escapar, consiguiendo grandes sumas de dinero que le permiten vivir a lo grande; el hijo, sugestionado por la aureola de su progenitor, a quien toma de modelo, habrá de enfrentarse a él, física, y, lo que es más doloroso, moralmente, para escapar de un círculo vicioso que amenaza con engullirlo como si de un “maelström” se tratara.
Lástima que el guión de Nicholas Kazan tenga lagunas y no sea demasiado coherente; a ello no habrá sido ajeno el hecho de que el filme se basa en sucesos reales acontecidos en Tennessee en 1978, con los protagonistas auténticos de la historia todavía vivos, a los que no se ha querido herir más de lo necesario. Pero James Foley salva ese inconveniente con una dirección precisa, con frecuencia excelente, como las escenas del asesinato del chivato, o la matanza de los compañeros de los protagonistas, o en la secuencia del enfrentamiento entre padre e hijo, resueltas con vigor, fuerza, potencia visual y originalidad, esa mercancía tan extraña en estos tiempos. Foley recurre con frecuencia a la elipsis, al montaje seco y austero, y a veces sólo nos deja entrever lo que pasa: el espectador debe poner el resto. De todas formas, la cinta adolece de unos comienzos vacilantes, en tanto se definen los personajes protagonistas. No es oro todo lo que reluce.
Nuestro paisano Juan Ruiz Anchía es el director de fotografía, y su trabajo es espléndido, a veces preciosista, pero encajando bien en el estilizado diseño de producción. El músico Patrick Leonard utiliza el sintetizador con mesura y le da un tono levemente lírico al filme. En el “cast”, Sean Penn compone un convincente jovenzuelo de tipo chulesco, quizá algo excesivo en las escenas melodramáticas.
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