El cineasta neozelandés Andrew Niccol llamó la atención a finales del siglo XX con su Gattaca, una curiosa incursión en el cine de ciencia ficción, sección antiutopías. No era una gran película, pero es cierto que partía de una idea sugestiva, aunque después su plasmación en pantalla no tuviera la misma altura de su génesis. Con esta In time me temo que ha pasado algo por el estilo: Niccol escribe un guion partiendo de una premisa más que interesante, planteando un mundo futuro donde el dinero ha desaparecido, siendo sustituido como moneda de cambio por el tiempo. Todos los seres humanos no envejecen a partir de que cumplen los veinticinco años, pero desde ese momento sólo disponen de un año de vida, y todos sus pagos han de realizarse con esos segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, que les han sido otorgados. Por supuesto, pueden ganar más tiempo mediante el trabajo, aunque las condiciones son cada vez más duras; por supuesto también hay quien lo roba y quien se enriquece más o menos lícitamente con él.
Pero esta antiutopía, que en principio plantea una sociedad impía, donde la pérdida del tiempo/dinero equivale, literalmente, a la muerte, no tiene después una concreción acertada en el desarrollo del guion ni en la realización de Niccol. Porque el guionista y director mete demasiados temas en la historia, desde una lectura una tanto pedestre del capitalismo feroz hasta una especie de trasunto de Robin Hood, aunque aquí el nuevo filántropo lo que hace es robar tiempo a los ricos para entregárselo a los pobres; también hay una suerte de reedición de los míticos Bonnie & Clyde, mona parejita de ladrones robando bancos con modelitos de diseño y sin despeinarse, así como conflicto intergeneracional entre un padre y una hija que (cosas del detenimiento del reloj biológico a los veinticinco años) aparentan tener la misma edad. Demasiado batiburrillo, incluida una cierta lectura de clase que, en este contexto de filme descaradamente comercial, suena bastante irreal, como a revolucionario de opereta, a rebeldía de baratillo. Por supuesto, todas esas temáticas heterogéneas están bañadas en la salsa del cine de nuestro tiempo, constantes escenas de acción que pespuntean la trama y la convierten prácticamente en una película de ese género.
Con todo, la propia idea original es tan atractiva, que ni siquiera la realización plana y sin ideas del propio Niccol consiguen acabar con su fascinante planteamiento. Y es que hay guionistas que deberían mantenerse haciendo lo que mejor saben, escribir, y dejar el cine para quienes sí están dotados para esa función; y para muestra un botón: el guion de El show de Truman, original de Andrew Niccol, fue llevado a la pantalla por Peter Weir, con un resultado muy superior a los empeños que el cineasta neozelandés se ha encargado de filmar directamente.
Justin Timberlake deja por una vez sus personajes de gamberrete más o menos simpático para hacer de proletario al que un golpe de suerte le introduce de lleno en la crème de la crème de la Pijolandia de la época, donde las fortunas se cuentan en eones en lugar de en billones (es cierto, riman…). Amanda Seyfried, con peluca negra para la ocasión, confirma que tiene una presencia cinematográfica que se come la cámara, aunque sus aptitudes interpretativas parecen no estar a la misma altura, como ya demostró, mal que le pesara, en Chloe. Cillian Murphy, experto en villanos, no termina de encontrar su acomodo en el personaje del Guardián del Tiempo, este policía de las horas que acaba siendo víctima de la riqueza que vigila.
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