Los países con problemas políticos suelen generar interesantes cineastas que cuentan (en clave realista o alegórica) esos problemas. Turquía lleva años en una situación inestable, con un gobierno que va acentuando su autoritarismo, bajo la batuta del que parece vitalicio presidente de la República, Recep Tayyip Erdogan, y una población en la que el islamismo más o menos moderado y el laicismo pro-occidental prácticamente conforman dos bloques similares. La cinematografía turca es bastante potente: la IMDb compila más de once mil títulos desde el comienzo del cine, tanto en pantalla grande como pequeña. Sin embargo, es una cinematografía que llega a cuenta gotas a los cines de Europa Occidental, y cuando lo hace es casi siempre gracias a las coproducciones con Alemania.
Es el caso: esta Ivy, premiada en el Festival de Anatolia y estrenada en el certamen indie por excelencia, Sundance, es una muy curiosa historia sobre la claustrofobia, sobre las consecuencias de abandonar durante días, semanas, meses, quizá años, a un grupo de hombres en un barco del que no pueden escapar, en el que no tienen mayormente nada que hacer, más que darle vueltas al magín, esa peligrosa actividad. Un barco de transporte de mercancía navega hacia Egipto; en un momento dado, el capitán anuncia a la tripulación que el propietario de la nave se ha declarado en bancarrota y que un grupo seleccionado de marineros han de permanecer en la embarcación, varada, para asegurar su continuidad y mantenimiento hasta que se resuelva el problema financiero. Seis hombres, entre ellos el capitán, se quedan a bordo, pero pronto empiezan las disputas entre ellos.
Film sobre los efectos de la soledad y de la inactividad en el ser humano, Ivy va generando progresivamente una atmósfera de violencia que está dada con verosimilitud por el guionista y director, el joven Tolga Karaçelik, uno de los nuevos valores del cine turco, llamado a sustituir progresivamente a los popes Fatih Akin (volcado este más en hacer cine en Alemania, donde nació y se formó) y Nuri Bilge Ceylan (que nos parece pretencioso y vacío, aunque su cine suele tener buena acogida en festivales y goza de una reputación a mi entender desmedida). Karaçelik es también autor de vídeos musicales y poeta, faceta esta última que es evidente en Ivy, cuya último tramo, cuando los hombres encerrados sin un solo juguete (parafraseando a Cortázar) empiezan a delirar, tiende hacia la fantasía, hacia escenarios oníricos con fantasmas kurdos de dos metros y pico de altura paseándose con los pies mojados por la cubierta del barco, e inusitadas, metafóricas hiedras (la “ivy” del título internacional) que brotan de insospechados lugares.
Film seco y duro, con fuertes enfrentamientos entre los seis monigotes en los que se convierten los protagonistas, zarandeados por una situación imposible de gestionar, es también una metáfora de la incomunicación, de la falta de libertad, de la privación de la existencia por mor de espurios intereses económicos. Karaçelik demuestra buena mano como guionista, con potentes diálogos, y como director resulta seguro y fiable, augurando en él una nueva y poderosa nueva estrella del cine turco.
En la interpretación los cinco actores que se convierten en protagonistas corales (dejamos a un lado al gigante kurdo, Seyitan Özdemir, cuyo papel es mucho más limitado) están muy bien, destacando quizá Nadir Saribacak, cuyo rol pendenciero, crápula, pícaro, resultará el catalizador del progresivo desbarre de los personajes, abocados a una espiral de violencia e insania.
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