Las sociedades escandinavas no siempre fueron el espejo en el que se mira el resto del mundo, como ahora, en bienestar, economía y derechos humanos. También tuvieron una época en la que dejaron bastante que desear en todos esos aspectos. Para muestra este botón, esta historia basada en hechos reales, ambientada en el fiordo de Oslo, donde en 1915 existía una especie de reformatorio para menores, gobernado con mano de hierro por un director inflexible, algunos de cuyos delegados tienen tendencias execrables. A ese lugar olvidado del mundo y de la sociedad llega un adolescente a purgar sus penas. Es un rebelde tal vez con causa, uno de los desheredados de la fortuna que empieza muy mal en la vida, peleado con el mundo y abocado a un infierno en su nuevo hogar entre barrotes. Pero allí se dará cuenta de que, lejos del virtuosismo que pregona el director, las sevicias contra los chicos están a la orden del día…
Marius Holst es un cineasta de todavía corta carrera (aunque no es un niño: alrededor de cincuenta años cuando se escriben estas líneas), cuya filmografía tiene más títulos en su faceta de productor que como director. En esta última tarea demuestra buenas ideas, y el filme se sigue con interés, con una acertada descripción de personajes, con frecuencia a base de miradas y silencios, y con un ritmo que nadie diría lo imprime un director con apenas cinco largometrajes en su haber. La historia, aunque se ajusta en términos generales a los estereotipos típicos de las películas de correccionales o reformatorios (con los inevitables abusos sexuales y vejaciones varias), tiene personalidad propia, aportada sobre todo por una visión más basada en la imagen que en la palabra. De hecho, el filme funciona mucho mejor en sus largos tiempos sin palabras que cuando los intérpretes dicen sus diálogos.
Película sobre la necesidad de dar un soporte real y humano a los que yerran en su más temprana edad para que puedan llegar a ser unos adultos de vida normal, puede verse también como la denuncia de los intereses creados que hacen que incluso aquellos que creen estar por encima de debilidades, terminen cediendo en aras a no perder privilegios, a no terminar a los pies de los caballos.
Interesante la analogía que se hace entre la vida del adolescente protagonista y su fascinación con Moby-Dick, la novela de Herman Melville, que constituye para el chico su ideal de vida, su ideal de heroísmo, una existencia embarcado a la búsqueda incesante de la mandíbula demoníacamente torcida del cachalote imaginado por el escritor neoyorquino.
Stellan Skarsgard, ya con estatus de estrella del cine escandinavo que brilla en papeles de reparto en blockbusters USA, compone aquí atinadamente a ese director que cree estar haciendo una gran labor, aunque realmente lo único que hace es mirar para otro lado cuando se lesionan gravísimamente la vida y el honor de aquellos a los que han dejado bajo su responsabilidad. Entre los jóvenes me quedo con Trond Nilssen, mejor que Benjamin Helstad, cuyo ceño permanentemente fruncido no confiere mayor dramatismo a su personaje sino que sólo le hace parecer continuamente cabreado.
Espléndida fotografía de John Andreas Andersen, que saca un gran partido a los paisajes helados de Noruega y Estonia, donde se localizaron los exteriores del filme.
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