Michel Franco es uno de los nuevos valores del cine mexicano. Sus anteriores largometrajes, sobre todo Después de Lucía (2012) y Chronic (2015), este último rodado en inglés con intérpretes norteamericanos, le han proporcionado crédito en la industria y un buen puñado de premios en festivales y similares. Me temo que esta Las hijas de Abril, aunque también ha tenido algún reconocimiento (en Un certain regard, la prestigiosa sección paralela de Cannes, nada menos), no llegará a ese nivel.
Porque la nueva película de Franco, que está irreprochablemente filmada (hermosas panorámicas, elegantes travellings, largos planos que colindan con el plano-secuencia), sin embargo flaquea por el lado argumental. Michel es también el autor en solitario del guion (además de productor), así que no puede echarle la culpa a otro. La historia es, cuando menos, marciana: adolescente menor de edad, de 17 años, embarazada de su novio, vive con su mediohermana, bastante mayor que ella; en la casa hay problemas económicos, y la mayor de las chicas (en contra del criterio de la menor, que sabe cómo se las gasta…) llama a la madre de ambas, una española en torno a la cincuentena que, en cuanto llega, toma las riendas de la situación, aunque en un sentido diáfanamente inaceptable…
La historia es, sucintamente, la de una madre manipuladora, egoísta y calculadora que se valdrá de su prevalencia como progenitora para hacer y deshacer en la incipiente familia, para hurtar bebé, novio y todo lo que se tercie. No seré yo quien diga que no puede haber gente así, pero parece bastante pillado por los pelos: decía el clásico “hay gente pa’tó”, pero aquí ni siquiera conocemos la explicación de este abominable comportamiento en quien pareciera una amorosa madre y no una traicionera arpía. Quiero creer que el hecho de que la madre sea española (gachupina, en la deliciosa forma mexicana para designar a los naturales de España) no tendrá que ver, no será una manera capciosa de volver a poner sobre la mesa, metafóricamente, el recurrente asunto, tan cansino, de la Leyenda Negra.
En cualquier caso, si el personaje central actúa a impulsos, si su conducta no tiene una mínima coherencia, si parece una manejadora de marionetas y todos le bailan el agua, incluido el novio de la hija, que parece tener horchata en las venas… si todo eso se nos da una higa, ¿qué queda? La sensación de que no había historia que contar, al menos una historia atractiva, una historia que interese y enganche al espectador. Por el contrario, la acción termina aburriendo, los actos de la madre (¿cabría llamarla desnaturalizada? Dicho así suena hasta benévolo…) llega un momento que no sorprenden, y el espectador acaba por desconectar. Un final en el que la adolescente pone los puntos sobre las íes y da un puñetazo sobre la mesa parece ajustarse más a una realidad de la que no parece que Franco haya querido despegarse nunca, aunque su protagonista se asemeje a la Madrastra del cuento de Cenicienta...
Emma Suárez no parece creerse en ningún momento su papel; con el acento se hace un lío: a ratos parece hablar a la mexicana manera, procurando sesear (aunque sin el dulce tono de los aztecas) y a ratos, casi siempre, con su acento castellano. Aunque hace de española que vive hace años en México, hubiera sido conveniente una cierta unidad en el acento, en un sentido u otro. Del resto del reparto me quedo con la adolescente Ana Valeria Becerril, una joven mujer con nervio y capacidades interpretativas que puede dar mucho juego.
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