Dieciséis años después de que dirigiera su último filme, La estanquera de Vallecas, vuelve Eloy de la Iglesia al cine, tras un infierno en forma de drogadicción.
La suya ha sido una carrera ciertamente peculiar: vascuence, homosexual, comunista, tuvo una primera etapa, en los años sesenta y primeros setenta, donde cultivó un cierto tipo de thriller alambicado y petulante, como forma de expresar crípticamente su antifranquismo y su sexualidad (Algo amargo en la boca, Una gota de sangre para morir amando); con la llegada de la Transición se pasó al cine militantemente gay (Los placeres ocultos, El diputado); su última etapa la dedicó, ya durante los ochenta, al cine de delincuentes marginados (Navajeros, Colegas), que derivó de forma natural hacia el cine sobre la droga (con el díptico de El pico), que le enganchó a su vez a él, de forma casi definitiva; sólo pudo hacer un par de títulos mas, una nueva versión, no del todo desdeñable, sobre el clásico de Henry James Otra vuelta de tuerca, y una alocada comedia que mezclaba estupefacientes y quinquis, La estanquera de Vallecas.
Vuelve ahora, después de haber vencido a la adicción a la heroína, con esta adaptación de la novela homónima de Eduardo Mendicutti, regresando con ello al territorio del cine gay que le dio sus mayores cotas de popularidad.
No es una buena película, es cierto, pero también lo es que, al menos, nos devuelve a un Eloy de la Iglesia con las ideas claras en cuanto a la realización cinematográfica: el filme es profesional y está bien hecho, con independencia de que la historia de este homo cuarentón de buena posición, enamorado de un búlgaro que lo chulea (con frecuencia con su masoquista consentimiento) y lo mete en todo tipo de problemas legales (desde venta de coches robados a tráfico de material radioactivo), no termina de calar en el espectador.
Tampoco la elección de Fernando Guillén Cuervo se demuestra acertada: para este papel hacía falta un actor con el plus de ambigüedad que Cuervo no tiene.
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