Andrey Zvyangintsev, de imposible apellido para los que hablamos lenguas romances (incluso, me temo, para los anglohablantes...), es seguramente el cineasta ruso de referencia en este siglo XXI en el que se escriben estas líneas: muertos o amortizados los maestros que explotaron artísticamente en el último cuarto del siglo XX (Mijalkov, Guerman padre, Klímov, Konchalovski, Panfilov), solo le disputarían ese lugar preeminente algunos directores como Aleksandr Sokúrov y Guerman hijo, aunque el talento de este último lo ponemos en solfa.
Zvyangintsev (bendito copia y pega que nos ahorra tener que escribir correctamente una tal acumulación de consonantes...) es un actor, guionista y director siberiano que tiene ya una apreciable carrera como cineasta, además con diversos premios de alcurnia en festivales de primera línea como Cannes y Venecia. Pero me temo que, habiendo mejorado notablemente desde la primera película que le conocemos, la lamentable Izgnanie (2007), con films interesantes como Elena (2011) y Leviatán (2014), lo cierto es que sigue siendo un cineasta discursivo, que digirió mal las enseñanzas del cine de Tarkovsky y, aunque su caligrafía ha mejorado considerablemente, sigue aburriendo a las ovejas.
Moscú, en nuestros días: una pareja, Boris y Zhenya, está en proceso de separación. La vivienda que tienen en común está puesta a la venta, aunque tienen problemas para hacerlo. Tienen un hijo de 12 años. La relación entre los cónyuges es pésima. En un nuevo (des)encuentro en el piso, los que todavía son marido y mujer, aparte de insultarse, etcétera, se dejan claro que ninguno de los dos tiene interés en quedarse con el niño, intentando que sea el otro el que apechugue con él. El crío, Alyosha, oculto, oye la conversación, y a la mañana siguiente, cuando supuestamente marcha al colegio, desaparece; mientras, conoceremos a las nuevas parejas del matrimonio, un casi cincuentón de buena posición económica y con hija adulta en el caso de Zhenya, una joven ya en avanzado estado de gestación en el caso de Boris.
El problema de Loveless (Sin amor) es, como suele suceder en el cine de Zvyangintsev, la morosidad, la discursividad, la divagación. No estamos por el ritmo acelerado que ha impuesto el cine industrial yanqui, pero tampoco por un cine en el que no pasa nada, ni además hay nada que suceda subterráneamente. Esta historia se podría haber contado en noventa minutos, y todavía le habrían sobrado quizá diez. Sin embargo, como está pasando desde hace ya demasiado tiempo, parece que si haces una película de menos de dos horas, no es una gran película. Pues esta, aunque excede esa duración, tampoco lo es.
Su tema es, como advierte el paréntesis en el título español, el desamor, pero me temo que no entre los miembros (por poco tiempo) del matrimonio protagonista, sino entre estos y su hijo, al que ambos ven como un estorbo en sus nuevas relaciones: estamos entonces en una historia que cuenta un triángulo de desafectos: los adultos, que se odian directamente, enfrascados en nuevas vidas que piensan, crédulos, les llevarán a la felicidad eterna; y el hijo, que arrastra su sesteante vida de preadolescente, del colegio a casa, del colacao (o como se llame en Rusia...) al amiguete, hasta que se entera de que su existencia es una rémora para los que creía eran los referentes de sus vidas, sus protectores, aquellos que nunca le abandonarían.
Film decididamente amargo como el acíbar, donde todos se odian entre sí e incluso los nuevos amores resultan egoístas (esa embarazadita recriminando a su novio que no la visite porque está buscando a su hijo desaparecido), presenta un cuadro dantesco de la humanidad: hay pocas escenas más desagradables que la que mantiene la madre de Zhenya con su hija y su (todavía) yerno, cuando ambos llegan a su casa para ver si el pequeño Alyosha se ha refugiado allí. Si las relaciones entre las personas, incluso entre las que, por razones de sangre y roce, debieran estar recorridas por el cariño, son de una desafección, de un rencor tan furibundo, está claro que algo debimos hacer mal cuando dejamos de ser seres irracionales para ser (aunque con frecuencia no lo parezcamos...) racionales.
Película de final abierto, con una inteligente elipsis sobre la desaparición del niño, Loveless (Sin amor) cuenta en su haber con una muy elegante puesta en escena del cineasta siberiano, que, es obvio, ha aprendido a hacer cine con una clase superlativa. Otra cosa es que sigue sin aprender economía de lenguaje, ritmo narrativo y metraje acorde con la historia. No es un film deleznable, pero desde luego, bastante menos interesante de lo que sugerirían sus galardones, el Premio Especial del Jurado en Cannes, dos Premios del Cine Europeo y la nominación al Oscar a Mejor Película en Lengua No Inglesa, entre otros.
Buen trabajo interpretativo, con una Maryana Spivak de todavía corta carrera pero que apunta maneras, y un Aleksey Rozin que es ya un actor habitual en la filmografía de Zvyangintsev. Especial mención para la espléndida fotografía de Mikhail Krichman, que también es colaborador permanente del director ruso.
Alyosha, en una de las primeras escenas de la película, al salir de clase, mientras camina hacia su casa, encuentra arrumbada una cinta de las que suele colocar la Policía para impedir el paso en accidentes y sucesos que así lo requieran. El pequeño se lleva un rato jugando con esa cinta, en cuyo extremo aún queda un vástago enhiesto de cuando estuvo fijada al suelo; en un momento dado la lanza hacia arriba, quedando prendida en las ramas de un árbol. Como metáfora de su existencia, de su vida, pero también de su desaparición, esa cinta colgada del árbol será lo que quede, a la postre, del pequeño Alyosha...
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