Esta película está disponible en el catálogo de Filmin.
Álex Montoya (Valencia, 1973) se licenció en Arquitectura pero profesionalmente se ha dedicado a la cinematografía. Desde finales del siglo XX viene realizando una serie de cortometrajes que han obtenido una excelente acogida en festivales, algunos tan prestigiosos como, en el extranjero, el Sundance Film Festival, y, a nivel hispano, el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva y el Festival de Cine Español de Málaga. Precisamente en este último certamen, el malagueño, el guionista y director valenciano consiguió la Biznaga de Oro al Mejor Corto por su Lucas (2012), cortometraje de 28 minutos que planteaba la historia de un adolescente de extracción social media-baja con problemas de dinero, que se deja hacer fotos por un hombre para remediar esa situación de penuria.
Ahora, ocho años después, Montoya retoma ese tema en este largometraje de igual título, Lucas, que recupera a aquel adolescente y al fotógrafo (ahora con otros actores), para contarnos esa misma historia pero más extendida, teniendo la posibilidad de incorporar más peripecias y desarrollar más ampliamente los roles protagonistas. Así, Lucas tiene aquí dos problemas fundamentales: la reciente muerte de su padre en accidente de tráfico, en el que él también ha resultado herido, quedándole una cojera permanente, y la penosa situación de su casa, un hogar desestructurado donde la madre, Irene, tirando a caótica y anárquica, tiene esa rara “virtud” de algunas mujeres de elegir novios nefastos, en este caso un tal Manu manifiestamente infecto. Lucas, en su instituto, donde tiene amigos que le quieren pero también algún cabrón menor de edad que le zahiere por su cojera y su pobreza, es abordado por Álvaro, fotógrafo cincuentón que le ofrece hacerle fotos y pagarle por ello. Inicialmente renuente, Lucas, acosado por su falta de dinero para las cosas más elementales (dice, furioso, “estoy harto de dar pena, de ser el puto huerfanito”), finalmente acepta. El fotógrafo le dice que es para hacerse perfiles en redes sociales, le gusta hablar, “solo hablar”, recalca, con chicas de la misma edad de Álvaro...
La película busca presentar a un pedófilo en pantalla sin pintarlo como un monstruo. Montoya no lo beatifica, ni mucho menos, pero viene a decir que hay gente mucho peor, que el pedófilo (entendiendo por tal quien tiene atracción por menores de edad, pero no llega a tener relación sexual con ellos, lo que entraría ya en la categoría de pederasta) “per se” no es ni mejor ni peor que otros, y que desde luego hay gente mucho más mala. Estamos entonces ante un film de alguna forma “de tesis”, presentado bajo las formas de un drama intergeneracional, con un chico acuciado por problemas económicos y, sobre todo, psicológicos (de alguna forma se siente culpable de la muerte de su padre, provocada involuntaria e indirectamente por él), y cuya única referencia “paterna” será este pedófilo que ya pasó por la cárcel, donde conoció (y sigue ahora sufriéndolo) a una mala bestia que, por comparación, hace del fotógrafo casi un angelito...
Se agradece ese intento de acercamiento a una de las figuras, la del pedófilo, que, con razón, es objeto de la repulsa generalizada de la sociedad, intentando aquí entenderlo, que no justificarlo, y verlo desde dentro. No obstante, nos parece que las buenas intenciones de Montoya, en este caso, no han tenido un adecuado tratamiento cinematográfico. El cineasta valenciano ha hecho muchos cortos, 14 en total, pero un largometraje requiere otro tempo, otro ritmo. Tampoco el guion nos parece acertado, resultando endeble y con frecuencia falto de coherencia, con algunos personajes, sobre todo los secundarios, desvaídos y sin apenas relieve, meros ectoplasmas.
Gusta ese acercamiento hacia una realidad que no suele verse demasiado en cine, el de hogares desestructurados, en viviendas deprimentes que parecen zona de guerra, en el que se malvive día a día sin idea de futuro ni objetivo alguno, con una vocación con frecuencia realista e incluso naturalista (ese novio de la madre lavándose sus partes en el lavabo tras follar...). Pero no gusta tanto que la película resulte, en su conjunto, más bien deslavazada, no pareciendo tener en buena parte de su metraje muy claro qué es lo quiere decir, hasta prácticamente el último cuarto de hora, cuando se ponen las cartas sobre la mesa por parte de los dos personajes principales, el chico y el fotógrafo. Ahí, sin embargo, desperdicia Montoya una secuencia, la de las confesiones mutuas de ambos, resuelta con una lamentable ausencia de emoción, con una tosca puesta en escena que no realza el momento de gran voltaje sentimental que para ambos supone ese “strip-tease” psicológico.
Nos parece acertado que la puesta en escena sea funcional, a veces con cámara al hombro pero sin (afortunadamente...) hacer temblar la imagen, pero lo cierto es que esa realización resulta también más bien desaliñada, cosa extraña en un cineasta que, con 14 cortos a sus espaldas, debería tener un estilo mucho más sólido, un empaque rodando que aquí no se aprecia.
Así que Lucas nos parece un esforzado intento por mostrar de forma diferente a uno de los monstruos por antonomasia de nuestra sociedad (en puridad, de cualquier sociedad que se llame a sí mismo civilizada...), pero sin que podamos decir que ese intento haya conseguido su objetivo, sobre todo por una historia mal pergeñada en el libreto cinematográfico y poco afortunadamente puesta en escea.
El protagonista, el joven Jorge Motos, tiene ciertamente un rostro peculiar, un poco como de perro apaleado, demostrando tener capacidad de sufrimiento en pantalla y, lo que es mejor, de transmitirlo al espectador; habrá que seguirle la pista...
(17-12-2021)
92'