La carrera de David Cronenberg, hasta hace pocos años recluido en el anaquel de los cineastas especializados en el género de terror, ha cobrado un giro no tan inesperado desde que en 1986 rodara la nueva versión de La mosca. Aquél fue el eslabón entre un cine abiertamente terrorífico, con regusto por la hemoglobina y la putrefacción física, hacia otros terrenos, no necesariamente distintos sino más bien contiguos. Con La mosca, pero sobre todo con Inseparables, Cronenberg se adentra en la procelosa selva del terror psicológico, el miedo del ser humano a su propia esencia. Su cine será entonces explícitamente el cine del deterioro, la degradación mental antes que física.
M. Butterfly (no Madame Butterfly, como ha escrito algún despistado, que no se ha enterado del sutil juego de palabras del título) incide de nuevo en ese deterioro, el de un hombre que ha sido capaz de construir, desde su mente, la mujer perfecta, por más que esa mujer no sea sino un hombre. La historia, basada en un hecho real, narra algunos años en la vida de un diplomático francés en la China maoísta de los años sesenta. La seducción de una diva de la Opera de Pekín formará parte de un cuidado plan para espiar los secretos de la Embajada francesa, a su vez representante de USA en China, justo en los momentos más calientes de la Guerra de Vietnam.
Pero a Cronenberg ese paisaje político le interesa poco: existe porque ha de haber un marco. Lo realmente importante para él, y lo que le da notable interés a la historia de esta pareja atípica es hasta qué punto un hombre es capaz de creer en sus propios sueños, es capaz de construir "ex nihilo" un universo coherente. Mientras dura la relación de Gallimard y Butterfly todo estará bien. El diplomático francés espiará, por amor a su presunto hijo, pero también, y sobre todo, por la que él cree la mujer perfecta.
No es M. Butterfly una historia de amor homosexual, como pudiera suponerse; al contrario, el amor entre Gallimard y Butterfly es puramente heterosexual; cuando "ella" se desnude ante él, en la espléndida escena del furgón policial, el diplomático lo rechazará: no es su Butterfly. De la misma forma, en la prodigiosa escena final, cuando Gallimard representa, travestido, el doloroso suicidio de la ópera de Puccini, no estamos ante una reivindicación de homosexualidad sino ante la trágica inversión de los papeles de la obra: ahora será el occidental, con vestidos y afeites orientales, quien se inmolará por una pasión desgraciada, por la pérdida de la mujer perfecta.
(18-08-2002)
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