El manifiesto es una herramienta utilizada con cierta frecuencia, una voz que se alza con una intencionalidad evidente de establecer parámetros de muy diverso signo, desde el manifiesto político (el Manifiesto Comunista de Marx y Engels quizá sea el más famoso) hasta el artístico (como el Manifiesto Surrealista de Bretón o el Manifiesto Dadaísta de Tzara), entre otros de muy diverso signo.
Julian Rosefeldt es un artista alemán especializado en vídeo instalaciones, que goza de prestigio en esa faceta. Sus obras se han expuesto en centros afamados como el MOMA de Nueva York o la Bienal de Sâo Paulo. Rosefeldt, desde principios del siglo XXI, viene desarrollando también una intermitente labor como cineasta, con algunos cortos como Asylum y Deep Gold, y un par de largometrajes, The creation y este Manifesto. Todas ellas son obras experimentales, ensayos sobre el arte, la vida, el ser humano. Se trata de un cine “anarrativo”, que no busca hollar la senda del cine al uso, sino preguntarse, o reflexionar, sobre el mundo, o su ausencia.
Manifesto quizá sea hasta ahora su obra más ambiciosa: se trata de un fresco guiado por doce personajes, todos ellos interpretados por la misma actriz, Cate Blanchett: ella será un vagabundo, una mujer trabajadora de clase baja, una bróker, una ama de casa de clase media-alta, una coreógrafa, una maestra infantil, una reparadora de marionetas... así hasta esos doce personajes, cada uno de los cuales declamará, normalmente mientras realiza su tarea, o camina entre ruinas (caso del vagabundo), diversos fragmentos de auténticos manifiestos que han sido determinantes en los siglos XIX y XX; sus temas resultan ser de muy diversa laya: o a favor o en contra de determinadas posturas artísticas, culturales o políticas, aunque a veces, en el mismo manifiesto, lo sea a favor y en contra (como cuando dice: “No al heroísmo; no al antiheroismo”...).
Con la bella voz de Blanchett declamando textos que con frecuencia se tornan farragosos e ininteligibles en su profundidad, o en su apariencia de profundidad, el problema de Manifesto, como el experimento que en realidad es, radica en su reiteración en la fórmula encontrada: una vez que ya sabemos que una serie de personajes nos van a largar un fatigoso “speech” sobre determinada cuestión (nihilismo, dadaísmo, anarquismo, surrealismo, apropiacionismo...), la sorpresa se ha terminado y solo queda ver qué nuevo personaje va a aparecer en pantalla jugando a epatar al público con sus soflamas, y qué nuevos espectadores de sus manifiestos en la pantalla van a presentar sus rostros hieráticos como si en vez de textos incendiarios estuviera leyendo el prospecto de un medicamento.
Hermosamente rodada, con lentas, serenas, majestuosas panorámicas, con gusto por los encuadres rebuscados, como los planos cenitales, y con una rica paleta de colores, Manifesto sin embargo termina cansando con tanta estética vacía puesta al servicio de textos a menudo confusos, frecuentemente reiterativos, a veces rancios, que buscan provocar cuando ya es tan difícil conseguirlo. Es interesante la exploración de espacios, siempre debidos a la mano del hombre, desde grandes polígonos industriales de ruinosas naves a ultramodernos interiores de gigantescos edificios civiles, aunque también se detiene en decorados minimalistas como una escueta cocina pulcramente ordenada o la barahúnda desordenada de un taller de marionetas; también llama la atención, aunque es un recurso ya un tanto manido, la utilización de tiros de escalera para jugar con perspectivas de Op-Art.
Film experimental que no termina de convencer por su impostación, por su belleza un tanto engolada, Manifesto es, sin duda, una muestra del cine osado que busca caminos, aunque me temo que en este caso sea un camino a ninguna parte. Por supuesto, Blanchett está eximia en la tumultuaria diversidad de sus doce personajes, alguno incluso del sexo masculino, como el desaforado vagabundo con el que se inicia y termina la película. Pero Cate lo hace todo bien, no es nada nuevo, y en cualquier caso, aparte de su “tour de force” para interpretar doce papeles y que todos ellos resulten personales y no intercambiables (máxime teniendo en cuenta lo encorsetado de los textos que tiene que declamar, sin mucho margen para sutilezas), es de valorar que ella, una actriz eminente de renombre mundial, se haya embarcado en una aventura como esta que no le va a dar ni dinero ni, lo que es peor, más fama o prestigio del que ya merecidamente goza.
“¡Chopin a la silla eléctrica!”, grita en un momento determinado uno de los personajes interpretados por Cate Blanchett, ejemplificando con esa “boutade” el carácter provocador, antiacadémico, pirómano, un punto narcisista de este singular empeño cuya mera existencia es, seguramente, su mayor virtud, el valor de hacer un cine tan anticomercial, tan ajeno al mercado como esta obra extrañísima, que se abre y cierra sobre sí misma, y cuyo interés, en términos puramente cinematográficos, es muy menguado.
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