De Urzsula Antoniak (Chestokowa, 1968), cineasta polaco-holandesa, teníamos la mejor de las referencias, el grato recuerdo de su película Nada personal (2009), que pudimos disfrutar en el Festival de Cine Europeo de Sevilla (SEFF) y después incluso tuvo una distribución al uso en nuestro país, una película pequeña, hecha prácticamente con solo dos intérpretes, pero que era inmensa en su doliente humanidad, hermosa en su sencillez, prístina en su acercamiento entre laceradas y dispares almas. Después hizo un par de largometrajes más, Code blue (2011) y Nude area (2014), que no llegaron a España en distribución comercial, aunque la primera se pudo ver, de nuevo, en el SEFF, encontrándonos entonces con que la eximia directora de Nada personal bajaba varios enteros en su interés; curiosamente, la segunda de esas películas jugaba con un recurso infrecuente en nuestros días: era muda.
Quiere decirse que Antoniak, polaca emigrada a Holanda, donde vive y trabaja, no es precisamente una cineasta conformista, sino que busca permanentemente nuevas fórmulas, nuevas historias que contar, desde perspectivas distintas. Algo de eso hay en esta Más allá de las palabras, aunque nos tememos que esta vez no ha dado en el clavo.
La acción se desarrolla en nuestros días, en Berlín. Conocemos a Michael (al que sus amigos llaman Michia), un joven abogado de origen polaco afincado en el país tedesco desde años atrás. Forma parte de un importante bufete de abogados berlinés y además es amigo del socio en jefe de la empresa, que le encarga la defensa de un emigrante africano, un poeta, que reclama no ser tratado como refugiado sino como un alemán más. Michia es reticente a esa defensa y la rehúsa. Llega poco después a su casa Stanislaw, que resulta ser el padre que, supuestamente, murió siendo él un niño; el hombre, un espíritu libre (o, dicho de forma más malévola, un vividor), pactó con la madre que le contara esa mentira, finalmente destapada cuando Michia ya era adulto. El padre pasará un fin de semana con el hijo, atravesando por diferentes fases, de la inicial reticencia a una aproximación que, finalmente, se terminará torciendo...
Lo curioso de esta Más allá de las palabras es que, formalmente, es una película ciertamente virtuosa: con un tono estilizado, un tanto estetizante, que conviene a la supuesta vida perfecta del chico, la película cuenta con “look” estiloso, de mucha clase, con una extraordinaria fotografía en blanco y negro y un diseño de producción de auténtica primera clase. Sin embargo, tanta virtud técnica y artística parece desperdiciada en una historia confusa, que con frecuencia parece artificial, irreal sin pretenderlo, la historia del polaco que quería (y creía) ser alemán, hasta que la visita de su desconocido padre le recuerda de dónde es, a dónde pertenece, cuál es su bando en esta guerra sorda de ricos occidentales y pobres orientales o sureños en el que se ha convertido el mundo del siglo XXI.
Película desvaída, que no termina de encontrar su tono, lenta, premiosa, da más coraje porque Más allá de las palabras tiene buenos mimbres y un tema, el desclasamiento y el despatriamiento, que son candentes asuntos hodiernos y sobre los que estamos necesitados de nuevas aportaciones fílmicas, de poderosos afluentes que ofrezcan nuevas visiones sobre temas de nuestro tiempo que precisan de miradas innovadoras, reflexivas. Pero el film se va en silencios que no dicen nada, en imágenes discursivas que no aportan nada, para culminar en un desconcertante tramo final, con un muy particular “descensus ad inferos” o “katabasis” del protagonista en lo que podríamos denominar “el África profunda en pleno Berlín”, en una suerte de catarsis que quizá le haga ver quién es en realidad.
Detectamos demasiadas influencias culturales y artísticas, homenajes o referentes: Bela Tärr, el primer Herzog, Antonioni, esteticismo, existencialismo, entomologismo... hasta podría hablarse de cierta influencia temática de Toni Erdmann (2016). Demasiados afluentes, entonces, que no convergen con normalidad, con fluidez, en un cine inane que se cree lleno de contenido pero, lamentablemente, no lo está.
Aceptable trabajo del protagonista, Jakub Gierszal, al que ya vimos, muy joven, en la hipnótica Suicide Room (2011), y años más tarde en la exótica The lure (2015). El veterano Andrzej Chyra, que ha trabajado con algunos de los grandes cineastas polacos (Kieslowski, Wajda), pero también en el exterior de Polonia, hace quizá el rol más interesante, el vividor que, al final de su existencia, se ve compelido a visitar al hijo que nunca vio, que nunca amó, quizá para procurarse un final (económico, sentimental) menos amargo.
(17-01-2021)
85'