He estado tentado de adscribir esta película al género romántico, pues en su sentido profundo es una película de amor; pero como tiene también abundantes escenas de “gore”, prefiero que un adicto al terror me llame nenaza a que un romanticón me ponga un pleito por cortarle la digestión.
Digresiones genéricas, e irónicas, aparte, diremos pronto que pedimos indulgencia plenaria por utilizar el bellísimo título del probablemente más famoso poema de Quevedo, pero es que venía tan al pelo que no me he podido resistir. Porque lo que nuestro protagonista, un zombi (y no un “zombie” como han titulado en España, a medias entre el singular “zombi” y el plural “zombies”: a ver si ponemos a retitular en español a gente con un poco de culturilla, porfa, o al menos que consulte el DRAE…), siente es, efectivamente, amor, a pesar de que está más muerto que Viriato, por una señorita a la que salva de la defunción manducante (no mendicante: eso es otra cosa), y de la que se enamora, como si sus neuronas (y otras partes más sensibles y pudendas) no estuvieran tan muertas como su coco. Así que, efectivamente, siente un amor constante más allá de la muerte por su “partenaire”.
El cine sobre los zombies, como no podía ser de otra forma, también está sujeto a una evolución, y ha llegado el momento de ponerse en el lugar de los cadáveres ambulantes. Cuando el subgénero nace, allá en 1968, de la mano de George A. Romero y su La noche de los muertos vivientes (dejaremos a un lado el clásico Yo anduve con un zombi, de Jacques Tourneur, que jugaba en otra liga), la perspectiva de la película era exclusiva, monográficamente de los vivos intentando salvarse del ataque caníbal de los muertos. Aportaciones posteriores de Romero, como Zombi, caminaron en la misma dirección, hasta que en El día de los muertos el propio Romero empezó a mirar a los cadáveres vivientes de otra forma: de repente ya no eran sencillamente carne ambulante que se comía a sus (ex) congéneres, sino que empezaba a apreciarse que, quizá, allá adentro, donde aún había carne, y músculos, y hueso, podía haber algún resquicio para el ser humano que alguna vez fueron. Por esa senda, aún muy pudorosamente, se adentraron otros filmes posteriores como Amanecer de los muertos, La tierra de los muertos vivientes e incluso la serie televisiva The Walking Dead, en la que las sucesivas temporadas van desvelando que, como nos temíamos, los seres auténticamente peligrosos no son los muertos errabundos sino los que están vivitos y coleando.
Memorias de un zombie adolescente da un decisivo paso más allá, y está visto ya directamente desde la perspectiva de uno de los muertos vivientes, éste de las memorias que, dicho sea de paso, y al margen de la carajera que se han armado con singular y plural, es un título bastante mejor que el original Warm bodies, que podría traducirse algo así como Cuerpos calientes y suena como a porno…
Pero me temo que los hallazgos se acaban pronto: una vez que nos hemos acostumbrado a que el chico de andares renqueantes y más mala cara que un pollo de Simago sea el que nos cuente en off su historia, el resto se ve venir: la salvación de la muchacha, por mor de jamarse un plato de sesada (sin plato…) del novio de la hembra; el flechazo (en este caso a cámara lenta… no está la cosa para que la bella se encame con el fiambre a las primeras de cambio…); el período de adaptación de la viva al muerto, y viceversa; un nuevo enemigo exterior, que está literalmente en los huesos, mucho peor que los zombies, unas hermanitas de la caridad a su lado; el padre de la bella, de natural intolerante y dado a tirar de gatillo en cuanto ve una cara más blanca de la cuenta… y así todo bastante previsible.
Porque tampoco es que la dirección de Jonathan Levine sea precisamente eximia: antes al contrario, es un cineasta de maneras elementales, ramplonas, planas, y así las cosas la ventaja inicial de cambiar de perspectiva en el conflicto entre vivos y muertos vivientes se agota enseguida, al no estar servida por una realización mínimamente personal ni creativa. Filme de serie B que a ratos parece de serie Z, lo mejor que se puede decir de Memorias de un zombie adolescente es que ha roto el tabú de que los muertos ambulantes también pueden volver a sentir, pueden volver a convertirse en seres civilizados; hombre, todo lo civilizados que son los vivos, sobre lo que se puede discutir largamente…
Entre los protagonistas el que más fácil lo tiene es Michael Hoult, pues con poner cara de zombi va en carro; Teresa Palmer no demuestra mucho más aparte de que es mona, y John Malkovich, una de las presencias cinematográficas más inquietantes de los últimos treinta años, pasa por allí con el piloto automático puesto y con la máquina registradora a pleno rendimiento para contar los billetes que se ha llevado por el tupé; bueno, en este caso, dados sus problemas alopécicos, digamos que por la cara…
Memorias de un zombie adolescente -
by Enrique Colmena,
May 19, 2013
1 /
5 stars
Amor constante más allá de la muerte
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