El éxito de Millennium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres hizo concitar esperanzas de que podíamos estar ante la saga policíaca por excelencia de la primera década del siglo XXI. Este segundo segmento, sin embargo, desinfla las expectativas, y desmejora considerablemente no sólo el nivel del primer filme, sino también desaprovecha el interés de la segunda novela de Stieg Larsson, en la que se basa.
Veamos donde están los fallos: de entrada, se parte de un guión lamentable, que parece elaborado con lo que en la jerga informática se conoce como un “copia-pega”. Parecería que el nuevo guionista de esta segunda parte, Jonas Frykberg, se hubiera dedicado a espigar entre las páginas de la novela y a tomar, casi a voleo, las peripecias que los protagonistas habrán de afrontar. Frykberg tiene un pasado como guionista fundamentalmente dedicado a la televisión, y parece que no es precisamente de los más dotados en su país para escribir libretos cinematográficos.
El guión, entonces, es un desaseado digesto que concentra de mala manera en dos horas la densa narrativa larssoniana de este segundo segmento de la trilogía, pasando de puntillas por amplias zonas del libro, como la investigación policial de los horrendos crímenes, y quedándose siempre con lo más superficial de la trama, sin profundizar nunca. El “tour de force” de la novela, la supuesta culpabilidad de la protagonista Salander en esos terribles crímenes, aquí apenas es un tema episódico, sin relevancia.
Pero es que tampoco en la dirección se ha estado a la altura; ahora Daniel Alfredson toma el relevo al realizador del primer episodio, Niels Arden Oplev, y la diferencia es notable: aquí Alfredson se limita a ilustrar, ni siquiera pulcramente, el nefasto guión de Frykberg, con una estética puramente telefílmica y una narrativa ramplona y rutinaria. El origen televisivo de Alfredson como director y productor debe estar en esta extraña, cansina puesta en escena, como si en lugar de haberle caído en las manos un bombón audiovisual como esta La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (título llamativo donde los haya, a fe mía), le hubiera tocado un episodio más de cualquier cutre telefilme de sobremesa, hecho para adormecer a las amas de casa suecas tras el almuerzo.
Sólo Noomi Rapace consigue un notable, interpretando con soltura y profundización el que ya es el mejor personaje policíaco de estos principios de siglo, la investigadora privada Lisbeth Salander, de tempestuosa infancia, asocial, con una moral muy particular, de memoria fotográfica y una inusual capacidad para la indagación, una mente privilegiada en una persona castigada por la vida.
No se puede decir lo mismo de su compañero Michael Nyqvist, que vuelve a desaprovechar el personaje de Mikael Blomkvist, un críptico “alter ego” del propio Larsson (aunque éste lo negara antes de morir), un periodista atribulado, atenazado aquí por las dudas entre la posible responsabilidad de su amiga y amante Salander en la ejecución de los crímenes, y su impresión de que la chica, aún con toda la violencia que lleva en su interior, sería incapaz de ello. Nykvist, como en la primera parte, desperdicia la ocasión de dar al personaje cinematográfico el mismo volumen, la misma textura, el mismo peso específico que tiene el personaje literario, un hombre honesto a carta cabal que busca su realización personal en la denuncia de las injusticias y los crímenes ocultos que anidan en la corrupción apenas velada de ese supuesto paraíso social al que en español denominamos Suecia.
Así que habrá que recordar aquella famosa frase de la antigua Castilla, relativa al histórico personaje del Cid Campeador: qué buen vasallo, si tuviese buen señor… qué buena película podría haberse hecho con estos mimbres, si en vez del ejército de mediocres (salvo Noomi Rapace) que la han puesto en escena, hubieran contado con un grupo técnico-artístico del nivel, al menos, de la primera entrega de esta trilogía de Millennium.
Lamentablemente, el tercer episodio cinematográfico (de también sugestivo título, La reina en el palacio de las corrientes de aire) ha sido dirigido por el mismo penco director, Daniel Alfredson, y el guionista ha sido el mismo petardo, Jonas Frykberg. Así que, como aparecía en el frontispicio del infierno en el Dante, “Lasciate ogni speranza”, abandonad toda esperanza, en este caso de que el último segmento en cine tenga un nivel medianamente decente.
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