Oído en la serie Aquí no hay quien viva, allá por 2004, en pleno apogeo de la popular sitcom de Antena 3: el personaje de Belén le dice a su compañera de piso y sin embargo no-amiga, “Alicia, tú crees que escrúpulos es un archipiélago griego…”. Pues el protagonista de este filme parece que también piensa que esa rara palabra, escrúpulo, es cualquier cosa menos lo que el DRAE define, de forma harto ampulosa, como “Duda o recelo que punza la conciencia sobre si algo es o no cierto, si es bueno o malo, si obliga o no obliga; lo que trae inquieto y desasosegado el ánimo.” (el académico redactor de la cosa se debió quedar a gusto, el tío…).
El personaje central de Nightcrawler es el típico sujeto que nada tiene que perder porque, literalmente, nada tiene: se dedica al robo de malla metálica a pequeña escala, un robaperas sin oficio ni beneficio. Pero su intuición y su absoluta falta de prejuicios le lleva a detectar que hay una veta por explotar en los periodistas freelance que se dedican a filmar las pequeñas o grandes atrocidades de la vida cotidiana: los accidentes de tráfico, los asaltos domésticos… cualquier cosa que incite al morbo de la concurrencia nocturna, ávida de una acción que lleva al “reality show” a una nueva (y tan aberrante) dimensión.
Sus primeros escarceos de chiquilicuatre, algún golpe de suerte y su total falta de algo que pudiera ser una conciencia le llevan a colocarse en una posición privilegiada para un canal de noticias especializado en este tipo de bazofias, con lo que su retorcida cabecita comenzará a urdir un plan para llegar muy, muy alto, con sensuales regalías tangenciales…
Dan Gilroy hace con este su primer largometraje como director. Antes se dedicaba a escribir guiones para otros; uno de los más recientes fue El legado de Bourne, la secuela de la trilogía del espía sin memoria, ya sin Matt Damon pero con Jeremy Renner. Gilroy tiene buena mano: sabe poner en escena con soltura, sin el habitual acartonamiento de los novatos, y confiere a su historia una gradación en la abyección que conviene al relato, al fin y al cabo una actualización “ad nauseam” del típico pícaro que pica muy alto, pasando de ser un Guzmán de Alfarache a un Luis Bárcenas (esto lo entenderán mejor en España; en otras geografías me temo que no tanto…).
Jake Gyllenhaal hace odioso a su personaje, que es precisamente de lo que se trata. Rene Russo, ya en la cincuentena, resulta creíble en su papel, una mujer acostumbrada a mandar a la que un pelagatos pone entre la espada y la pared. El descubrimiento es Riz Ahmed, un joven actor secundario británico aunque de obvio origen paquistaní, que compone el personaje más realista, más desvalido también, un pobre infeliz zarandeado por un jefe cabrón y abocado a ser sacrificado en el ara de la actualidad.
Película sobre la aberración en la que se han convertido algunas televisiones, en las que lo único que importa es la audiencia, cueste lo que cueste, resulta ser una radiografía de tintes sombríos sobre el mundo que hemos construido: si lo que nos apetece al llegar por la noche a casa, mientras cenamos, es ver cómo los lesionados en accidentes de tráfico aparecen despanzurrados en pantalla, mala cosa: ¿a que va a ser verdad que estamos al final de la civilización?
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