Pequeño Buda

Parece que es el propio Bernardo Bertolucci quien con sus declaraciones sencillas y pragmáticas se está tomando más tranquilamente toda la moda budista o budomanía que se nos viene encima. Lejos del misticismo proselitista de otros astros del mundo del espectáculo, el buen director italiano afirma haber hecho tan sólo una historia que le gustaba, que le atraía en su doble faceta de visión de un mundo infantil y adulto, oriental y occidental, del pasado y del presente.

Porque la dualidad parece la seña de identidad más clara en esta última obra del autor de Novecento: todo se desdobla, todo es mutuo, todo tiene dos caras en Pequeño Buda, desde la espléndida fotografía de Vittorio Storaro (azul acerado para Seattle, dorado azafrán para la milenaria Asia) hasta el propio soporte argumental, a caballo entre la historia del niño Jesse y la del joven príncipe Siddharta.

Y ahí reside la grandeza y a la vez el peligro del film, el que en algún momento de su parte final el ensamblaje no sea ya tan fluido, los saltos de un plano a otro puedan chirriar, como en la alargada secuencia del árbol, que termina con un innecesario alarde de efectos especiales. En contraposición, el film resulta soberbio y de una apabullante belleza visual en todas las secuencias de la juventud cortesana de Buda, narrada por ese Lama Norbu que es uno de los personajes más hermosos del film, mejor definido que los un tanto herméticos padres del chico americano, ese niño que –como nuestro granadino Osel—se enfrenta a una sorprendente disyuntiva vital.

De Oriente a Occidente, del Bután a los Estados Unidos, lo que no cabe duda es que Pequeño Buda es obra de madurez, de reflexión, obra de un Bertolucci que prefiere la serenidad al arrebato, y que lejos de verdades absolutas o dogmáticas, se decanta por su papel de narrador sosegado de un mundo religioso que mueve a millones de personas. Y fiel a su cine, vuelve –como en El último emperador—a ensamblar con mano maestra espectacularidad con intimismo.