Aunque es verdad que el cine, casi desde sus inicios, allá por 1895, comenzó a experimentar con el sonido para conseguir que las películas tuvieran música y diálogos, lo cierto es que hasta mediados de los años veinte no se llegó a una convicción tan evidente de que la técnica tenía que ayudar a transmitir ya, sin más dilaciones, las tramas cada vez más complejas y con una necesidad mayor de diálogos oídos, en sustitución de los intertítulos, que ya en esa época eran antes una rémora que un recurso narrativo.
Raggedy Rose es una buena muestra de ello; rodada un año antes del estreno de El cantor de jazz, de Alan Crosland, considerada la primera película sonora de la Historia del Cine, lo cierto es que la película de Richard Wallace parece llevar el freno de mano echado: la trama entre la comedia y la historia romántica avanza a trompicones, sin la necesaria fluidez que haría de la comedia norteamericana de los años treinta el paradigma de su género, dejado ya atrás el “slapstick” como recurso cómico y fiado a partir de entonces en la agudeza y la brillantez de los diálogos para arrancar la sonrisa, cuando no la risa, del espectador.
Si además tenemos en cuenta que Richard Wallace, el director de Raggedy Rose, no era precisamente Orson Welles (y perdón por la forma de señalar), comprenderemos que este filme no sea precisamente una de las maravillas (que por supuesto las hubo) de la época silente del cine.
El tema gira en torno a un solterón de oro, a una jovencita de clase alta que, guiada por su madre, intenta hacer caer en sus redes al irreductible bachelor, y a otra chica, más pobre que Oliver Twist (y de parecida extracción dickensiana), que lógicamente enamorará al varón casi sin pretenderlo.
Pero la historia avanza cansinamente, la realización de Wallace es plana y chapucera (aún falta tiempo para que el cine se olvide definitivamente –salvo experimentos al estilo de Dogville— de la cuarta pared del teatro) y los intérpretes tampoco se puede decir que fueran excelsos. Citaremos a Mabel Normand, uno de esos talentos del cine mudo que tuvieron mal final, como “Fatty” Arbuckle. Normand fue actriz cómica y romántica, además de directora, rara avis en aquella época, e incluso productora, empeño aún más extraño en aquel tiempo para una mujer, pero su vida fue más bien airada (drogas, alcohol, sospechas de implicación en asesinato…), su salud se resquebrajó tempranamente y murió joven, quizás con un cadáver bonito, a la manera que reclamaba James Dean. Pero durante los años diez y primeros veinte Mabel Normand fue una auténtica estrella, acuñando un personaje, el de Mabel, cuyo nombre se incluía en el título de sus filmes, de igual modo a como ocurría con las grandes “stars” masculinas, como Charlie Chaplin o el mentado Roscoe Arbuckle.
Citaremos también a un cómico peculiar, James Finlayson, uno de los dos bizcos de oro (el otro era, por supuesto, Ben Turpin) del cine mudo, un actor generalmente asociado al cine cómico, al que su capacidad para hacer muecas y su estrabismo le permitieron tener una larguísima carrera como actor, tanto en la etapa muda como en la sonora.
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