Una visión superficial de Reparar a los vivos podría hacernos creer que se trata de un gigantesco spot publicitario a favor de la donación de órganos. Nada más lejos de la realidad: no solo porque algunas escenas, como la extracción y posterior trasplante de corazón son objetivamente contraproducentes para ese fin (al menos las de la extracción), sino, sobre todo, porque en el fondo lo que resulta ser este hermoso filme es una melancólica, finalmente esperanzada saudade de la pérdida del ser amado, pero también del reencuentro con la vida cuando ya no se contaba con ella.
Dos historias, una convergencia. Un adolescente, tras pasar la noche con su novia, marcha con sus amigos a surfear; de regreso, la parca le espera en un literal abrir y cerrar de ojos. Una mujer madura, con dos hijos y una lesión cardíaca irreversible; poco antes de someterse al imprescindible trasplante, se reencuentra con su amor, una pianista de la que se encuentra separada hace algún tiempo.
Katell Quillévéré, nacida en Costa de Marfil pero criada en Francia, es una joven directora que tiene ya varios cortos y tres largos en su haber. Sus anteriores empeños en el largometraje, Un poison violent (2010) y Suzanne (2013), la mostraron como una cineasta sensible, especializada en historias en las que las mujeres eran el centro y eje sobre el que giraban las tramas. En Reparar a los vivos los varones tienen mayor protagonismo, aunque nos parece que son los papeles femeninos los mejor perfilados: la madre del adolescente muerto, estragada por el dolor, pero mostrada con una contención admirable; la mujer madura pendiente del trasplante, que se siente al final de su vida y, tal vez, desearía acabar con todo, aunque el reencuentro con el amor quizá la haga cambiar de opinión; la amante de esta, la pianista de renombre que, en la cumbre de su fama, se siente de nuevo embargada por un sentimiento al que no quiere renunciar.
Hermosa película nominalmente sobre corazones (los del donante y la donada), es sobre todo una película metafóricamente sobre corazones, sobre la capacidad de amar: en la muerte del amado, ejerciendo el más rendido ejercicio de amor, permitir que los órganos que lo mantuvieron vivo sirvan para revivir a alguien moribundo, alguien ajeno, anónimo, quizá incluso, hipotéticamente, un enemigo, aunque no sea el caso; en la posibilidad de vivir, reencontrando la razón para ello, una vez que el nido vacío tal vez hiciera más difícil seguir adelante; en los profesionales que se encargan de la mera función hospitalaria, que pudieran parecer máquinas con rostro humano pero que, como en la escena de la extracción del corazón, la muerte ya definitiva e irremisible del adolescente, le consuela con lo más amado de los escasos años del desgraciado chico, una escena de arrebatadora fuerza emocional.
Nos gusta mucho Quillévéré: además de narrar con solvencia, con elegancia, tiene detalles de buen cine, mezcla con sabiduría y buen hacer realidad y fantasía, su cámara es grácil y agradable, incluso en los momentos más duros. La marfileña hace aquí cine doloroso y esperanzado a la vez, adaptando con tino la novela de Maylis de Kerangal y con el concurso como coguionista del veterano Gilles Taurand, que ha trabajado con André Téchiné en filmes como Los juncos salvajes (1994) y Los ladrones (1996).
Película coral, interpretativamente hablando nos quedamos con el matizado trabajo de Emmanuelle Seigner, tan complejo al tener que dar al mismo tiempo el desarbolamiento absoluto de la tragedia sin nombre y la interiorización de ese dolor que todo lo llena. También citaremos a Tahar Rahim, quizá el mejor actor de su joven generación, aquí en un papel muy distinto al de los "polars" como Un profeta (2009) que le han encumbrado. No sería justo no citar a Anne Dorval, exquisita en su papel de cuasi moribunda, al mismo tiempo compelida a acabar con todo pero también, contra toda esperanza, a vivir.
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