Los cinéfilos españoles recordarán a Teófilo Necrófilo, ficticio crítico que durante años llenó de humor y desparpajo, con vocecilla como de Manolito Gafotas, el programa radiofónico Lo que yo te diga, de la Cadena Ser, actualmente extinto aunque se ha reciclado en página web. Bueno, pues este Restless a buen seguro haría las delicias de aquel imaginario chiquillo un punto repipi y cuyo seudónimo se ajustaba estrictamente a sus gustos mortuorios. Y es que el último filme de Gus Van Sant parece un homenaje en toda regla a los asuntos fúnebres. Resulta que al protagonista, un veinteañero desgabilado como un adolescente en crecimiento, le da por asistir a servicios funerarios de muertos con los que no tiene relación alguna, como si no hubiera otro evento más agradable al que acudir. Allí conoce a una chica, una nínfula de sonrisa de pánfila, a la que le queda escaso tiempo de vida a causa de una metástasis generalizada; el chico además tiene un amigo invisible (sí, aunque el muchacho esté más que crecidito para estas vainas), que resulta ser nada menos que un piloto kamikaze japonés de la Segunda Guerra Mundial, y que, lo que son los milagros del cine, habla inglés con un estupendo acento. Vamos, que al niño Necrófilo se le volverían los dedos huéspedes…
Ya en serio, no es Restless precisamente lo mejor de Gus Van Sant, un cineasta que ha hecho un dignísimo cine indie, con carácter y compromiso, como Drugstore Cowboy o Mi Idaho privado, e incluso la oscarizada y mucho más comercial El indomable Will Hunting, pero que cuando se pone experimental (cfr. Gerry, Elephant o Last days) pierde mucho, porque lo peor de la experimentación es aburrir. En los laboratorios se puede uno permitir el bostezo; en una sala de cine, no. Se puede indagar, innovar, y no por ello aburrir a modo al público, y eso es lo que ocurre con esta estulticia, cuyos primeros sesenta minutos transcurren entre el tedio y la desesperación, a punto de cortarse las venas el espectador ante tanta atonía, ante tanta sacarina de la pareja protagonista, dos de los intérpretes más sosos que se hayan visto últimamente en una pantalla, sin química alguna.
Menos mal que en último tramo aparece el Van Sant que nos gusta, el cineasta interesante que parece despertarse de un trance y nos presenta la tragedia de esta pareja abocada a dejar de serlo por la Parca, y descubrimos los graves problemas psicológicos que provocó en el joven su temprana orfandad, lo que lo obsesionará por la muerte hasta el punto de aficionarse a visitar servicios funerarios y enamorarse de un inminente cadáver. Pero ese último tranco de la carrera no puede enderezar sesenta minutos anteriores de ronquidos en la sala, un disparate de inanidad que, ciertamente, tan poco casan con otros títulos de su director.
Henry Hopper, hijo que tuvo un Dennis Hopper ya casi en su senectud, no parece haber heredado el talento de su padre (por cierto, muerto en el mismo año en el que se rodó este filme: otro dato necrofílico…). La australiana Mia Wasikowska, que tiene toda la cara de Gwyneth Paltrow (con veinte años menos, se entiende), está ahora muy lanzada con este filme y, sobre todo, con la nueva versión de Jane Eyre; habrá que esperar para ver si es la nueva estrella que algunos quieren ver, o se queda en otro “bluff”.
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