CINE EN SALAS
Carla Simón (Barcelona, 1986) podría presumir, si quisiera (que nos parece que no quiere...) de tener la trayectoria artística más vertiginosa del cine español reciente: su primera película, Verano 1993 (2017), nos encandiló con su cine fresco, realista, a la vez que dramático, una autoficción (cuando este género aún no se había puesto de moda) en la que nos contaba su complicada infancia cuando, a los siete años, al morir su madre (su padre lo había hecho unos años antes, ambos fallecidos de sida), fue acogida y adoptada por sus tíos. Esa infancia marcada no solo por la tragedia de la orfandad, sino también por el estigma de la seropositividad de la pequeña, transmitida por sus progenitores, caló profundamente en el público y la crítica, llevándose todos los premios habidos y por haber. Su segunda peli, Alcarràs (2022), incidía de nuevo en el tema familiar, aquí menos autobiográfico, con una familia compelida a abandonar su ocupación de siempre, el cultivo de melocotones en la localidad del título, para ser sustituida por los nuevos y avasalladores huertos solares. La cinta ganó de nuevo un buen puñado de premios, y entre ellos el más importante, el Oso de Oro de Berlín, después de 39 años sin conseguirlo un cineasta (en este caso, y muy singularmente, “una” cineasta) de nuestro país.
Ahora nos vuelve a sorprender con la que, según se dice, es la tercera y última parte de la trilogía “familiar” de Carla Simón, pelis inspiradas más o menos libremente en su vida, o en las vidas de personas a las que ha conocido bien. La historia se ambienta en el verano de 2004, cuando Marina Piñeiro (trasunto de la propia Carla Simón), una chica de 18 años, visita Vigo para conocer a la familia de su padre, Alfonso (conocido por todos como Fon), muerto por el sida cuando ella era una niña, como su madre (como vemos, el parecido con la propia historia de Carla es casi exacto...). Marina, aparte de para conocer a sus tíos, primos y abuelos, viaja también a la ciudad gallega para obtener un certificado de nacimiento del registro de su padre, que le exigen para conseguir la beca que necesita para estudiar cine, su gran vocación. Pero Marina también tiene la secreta intención de visitar los lugares en los que sus padres fueron felices mientras vivieron juntos en aquella ciudad. Pronto ve que su llegada a Vigo, aunque aparentemente bien acogida, reaviva tensiones en la familia gallega relacionadas con la enfermedad que se llevó a su padre del mundo...
Confesamos que la primera media hora, o cuarenta minutos, nos desconcertó un tanto: vemos a la prota, apenas mayor de edad, alternando con sus tíos, primos, abuelos, en los diferentes hogares de cada grupo familiar, y la vemos bastante “cortada”, como se dice en mi tierra para las personas que, en un contexto desconocido, tienden a hablar lo menos posible, en buena medida para no meter la pata... Vemos cómo se desenvuelven los familiares gallegos, que dominan el terreno, que se conocen, y vemos este comienzo como una especie de historia realista, casi costumbrista, con diálogos que suenan a cotidianos, a banales, como es la vida... Pero pronto veremos que en realidad no es sino el haz que necesitamos para poder apreciar mejor el envés, un haz en el que Simón utiliza muy inteligentemente un recurso que, a falta de nombre, podríamos llamar “profundidad de sonido”, escenas en las que la prota deambula por los diferentes escenarios familiares de Vigo, y en el que los espectadores (a la par que ella) escuchamos, como en sordina, apenas perceptible (pero sí que se percibe algo...), lo que los otros parientes hablan de la prota, y, sobre todo, de su padre, con una desgraciada historia de adicciones que le llevó finalmente a la muerte. Pero esa muerte fue, para su familia, una muerte no solo dolorosa, sino vergonzosa, al haber muerto el hijo Fon del sida, la peste que desde mediados de los años ochenta hizo estragos en todo el mundo, y no solo entre la comunidad LGTBI (la más castigada, sin duda), sino también entre los drogadictos que compartían jeringuillas sin desinfectar, lo que fue el caso de los padres de Marina (ergo, de Carla Simón…).
Pronto, como decimos, se aprecia que ese comienzo en clave realista, casi costumbrista, de alguna forma de aparente inanidad, es solo el preámbulo necesario para que, más o menos a partir de la mitad del film, veamos cómo la hasta entonces pasiva Marina toma conciencia de la lamentable forma en la que trataron a su padre en su empingorotada familia (porque eran, y son, de clase bien...), cuando éste se enfangó en la espiral sin retorno de la heroína, y especialmente cuando se convirtió en seropositivo. A partir de ahí, Simón hace que su heroína (ésta en su otra acepción, mucho más positiva...) tome las riendas de la situación, y, a través de una curiosísima clave entre lo mágico y lo fílmico (todo parte de la aparición de un gato, como el gato de Cheshire de Alicia...), nos presente en pantalla su re-creación de lo que pudieron vivir sus padres desde que se conocieron hasta que su madre, ya embarazada y enferma, volvió a su Barcelona natal.
Simón lo hace a través de la (re)presentación en pantalla de las vivencias que su madre (bueno, la de Marina, su alter ego) recogió con pulcritud en un diario a lo largo de los años en los que vivió feliz con Fon, para después enfangarse en la droga sin remedio ni futuro, más allá de la siguiente dosis de jaco. Esa presentación en pantalla la realiza Carla utilizando a la propia Marina como si fuera su madre de joven, mientras que el papel del padre Fon lo encarnará su primo adolescente (interpretado por el actor y músico rock Mitch Robles), al que la chica, desde el principio, parece mirar con buenos ojos. Ellos serán, en el imaginario de Marina (y, para nuestra dicha, también del público), los que recrearán las vivencias del diario materno, quizá idealizadas, aunque tampoco omite el infierno al que se vieron compelidos sin remedio cuando ese caballo de ojos de sangre les cabalgaba por las venas, y, sobre todo, cuando NO les cabalgaba…
Virtuosa con frecuencia, juega inteligentemente con las elipsis, confiando, como hay que hacer, en la capacidad del público para entender una historia que está hecha más de pequeños detalles, de palabras apenas oídas, de sobreentendidos, que de sucesos que se presenten en pantalla por las claras. Así, Romería resulta ser, finalmente, más una película de impresiones que de realidades, con lo que quizá contraviene esa primera clave realista, casi costumbrista, con la que Carla afronta inicialmente su obra, y con la que nos engañó/despistó en el comienzo del film.
Película también crítica con una clase social (aquí la alta, y estirada, burguesía gallega, pero serviría para sus equivalentes de cualquier parte del mundo), siempre mucho más pendiente del “qué dirán”, de las apariencias, que de atender entregadamente al familiar al que, supuestamente, tanto quieren…
Primoroso trabajo de la jovencísima Llúcia Garcia, en su debut en la interpretación cinematográfica. El resto muy bien también, en especial veteranos con tantas tablas y talento como Tristán Ulloa, José Ángel Egido y Miryam Gallego. Preciosa y muy ajustada la música de Ernest Pipó, tío político de Carla Simón.
(10-09-2025)
114'