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Carla Simón (Barcelona, 1986) va camino de convertirse, si no lo es ya, en una de las (y los, que aquí no hay sexos) grandes cineastas españolas de este siglo. Con solo dos largometrajes (además de cuatro cortos), Simón ha irrumpido en el panorama cinematográfico español e internacional dando un metafórico puñetazo sobre la mesa, lo que supone ganar el Oso de Oro en la Berlinale 2022, uno de los más importantes premios fílmicos del mundo (junto a la Palma de Oro de Cannes y el León de Oro de Venecia, como sabe el cinéfilo; el Oscar, como sabemos, juega en otra liga...). Para que nos hagamos una idea de la importancia de ese galardón, baste decir un par de cosas: hacía 39 años que un cineasta español no lo conseguía, y entre los que lo han obtenido a lo largo de toda la vida del Festival de Berlín hay nombres que están en letras de oro en la Historia del Cine: Clouzot, Lean, Bergman, Antonioni, Godard, Polanski, Pasolini, Altman, Saura, Fassbinder, Costa-Gavras, los Taviani, Farhadi... Pues entre ellos también está ahora Simón.
Carla se graduó en Comunicación Audiovisual en la Universitat Autònoma de Barcelona, y perfeccionó sus estudios en la London Film School, aunque quizá el hecho que haya marcado su vida fuera su orfandad con apenas 7 años, cuando su madre falleció, tras haberlo hecho su padre unos años antes, ambos minados por la peste del sida. Su adopción por parte de sus tíos y la difícil aclimatación a una nueva familia, además con el estigma de “seropositiva” que acarreaba, en una época en la que el sida era considerado poco menos que la lepra, es evidente que marcó la vida de Carla, hasta el punto de que su primera película de largometraje, la estupenda y nada veladamente autobiográfica Verano 1993 (2017), contaba esa misma historia, un drama callado visto desde los ojos traumatizados de una cría a la que la pérdida de los referentes paternos abocaba a un cambio vital cuando lo que se necesitan son certezas, son asideros firmes a los que agarrarse. La película gustó tanto que no solo fue la candidata de España a los Oscars de aquel año, sino que ganó multitud de premios, entre ellos varios Goyas, Feroz, Fénix y Gaudí, entre otros, y también fue galardonada en los certámenes de Berlín y Málaga.
Ahora nos llega con esta Alcarràs, laureada como hemos dicho con el Oso de Oro de Berlín, título que se refiere a una pequeña localidad de la Cataluña profunda, situada en la provincia de Lleida (Lérida en su grafía española), con una población que no llega a los diez mil habitantes, y una de cuyas ramas económicas fundamentales es la agricultura de regadío, en especial el cultivo de melocotones y paraguayos. En ese contexto conocemos a la familia Solé, que explota desde hace varias generaciones una plantación de ese tipo de frutales, en tierras que no son de su propiedad pero de las que uno de sus antecesores recibió, de palabra, el derecho a cultivarlas y comercializar sus frutos en agradecimiento a un favor, literalmente, vital: le salvó la vida. Pero el actual propietario, el bisnieto de aquel, que no sabe ni quiere saber de esos pactos de palabra, le da un plazo a los Solé para que, finalizada la recogida de la fruta a finales del verano, cesen en su actividad porque va a dedicar las tierras a colocar placas solares, que ya tiene instaladas en otras de sus tierras y le procura importantes beneficios. Así las cosas, Quimet, el actual cabeza de familia, hombre testarudo donde los haya, entra en una espiral de agresividad hacia todo, incluida su propia familia, golpeando a su cuñado por plegarse a lo requerido por el propietario, pero también haciendo (y haciéndose...) la vida imposible en el seno familiar, con constantes disputas con mujer, padre, hijos... un infierno en el interior de la Cataluña secular...
Tiene Alcarràs muchas virtudes pero también algunos defectos. Entre las primeras, la historia contada “anarrativamente”, a base de escenas que se van superponiendo y a través de las cuales nos iremos enterando de la génesis del problema, de aquel pacto de caballeros que el actual descendiente, que tiene poco de caballero y mucho de acémila (vaya, de asno o mula...), ha decidido olvidar en pro del beneficio a corto plazo y de proseguir con la (esperemos que impremeditada) tarea de ir extinguiendo la agricultura, como si una sociedad que se precie de serlo pudiera prescindir de una de las patas fundamentales de su economía y de su forma de vida, la más primigenia, la que, junto a la ganadería, más acerca al ser humano a la Naturaleza de la que (se supone) forma parte.
Hay un callado canto bucólico, muy sutil, muy de la tierra, sin aspavientos, en esta recogida de duraznos, el otro tan hermoso nombre en español del melocotón, una recogida que todavía se hace a mano, uno a uno, en un trabajo ciertamente ímprobo al que se entrega toda la familia, niños incluidos, así como los jornaleros negros que enseñarán a los pequeños, como a la deliciosa Iris, la forma de honrar los cuerpos de los muertos, en este caso los conejos que se han convertido en una plaga para los melocotoneros, y al que el africano prestará un mínimo pero tan sentido ritual de enterramiento simbólico, de entrega del pequeño cuerpo a la Naturaleza que, con el tiempo, lo asumirá en su seno para darle nueva vida, de otra forma, en otro ser.
La propia historia, contada a través de actores no profesionales en su inmensa mayoría, funciona como un friso realista, con frecuencia costumbrista, de un oficio, el de agricultor, que parece llamado a su extinción: trabajar de sol a sol, sin días de descanso, en labores de duro esfuerzo corporal, para que el producto de tu sacrificio se venda por debajo de su coste, es difícil que dure mucho... Los actores aficionados actúan primorosamente, nadie diría que es la primera vez que se ponen ante una cámara; evidentemente, Simón ha debido tener en ello mucho que ver, probablemente utilizando la técnica de filmar las escenas sobre una idea preestablecida, que después los improvisados intérpretes han ido desarrollando con sus propias palabras, resultando de esta manera de una frescura sorprendente, de un verismo notable.
Estamos entonces ante un hermoso, elegíaco drama geórgico, si utilizamos el hermoso adjetivo helenístico referido a lo rural, a lo campestre. La decisión arbitraria de un tipo con poder desencadenará la ruina familiar, moral, social, de un clan que hasta entonces tenía lo que se puede considerar una vida, con sus altos y sus bajos, pero una vida. El “modus vivendi” de varias generaciones se irá literalmente por el desagüe ante la llegada de nuevas formas de explotar la Naturaleza, mucho menos acordes con el viejo pacto entre Hombre y Natura, establecido hace miles de años, en el que el primero, sin palabras, se comprometió a respetar a la segunda para que esta le diera generosamente sus frutos.
Durante la película se canta en varias ocasiones una canción popular catalana, cuyo estribillo repite varias veces la estrofa “Tierra firme/ casa amada”, que se constituirá casi en un himno familiar, un canto de amor hacia la tierra que te lo da todo, hacia la casa que constituye el hogar ancestral donde habitan todas las certezas, casi una égloga, un canto bucólico que sintetiza en sus bellos versos los valores seculares de una civilización que se resiste a morir.
Pero también tiene sus errores Alcarràs, y no sería justo no señalarlos si los hemos visto, o así nos lo ha parecido. La duración, excesiva, que podría haberse ajustado perfectamente en un cuarto de hora menos y ello conferiría una mayor concreción, un tono más conceptista a un film por lo demás modélico. También hay algunas escenas que suenan a postizas, a superfluas, como la de la manifestación de los agricultores, con la destrucción de miles de kilos de fruta y el lanzamiento de los melocotones machacados contra lo que parece una gran superficie, una escena que recuerda más a un Ken Loach en horas bajas que a una cineasta tan exquisita, tan sutil, como Carla Simón.
Pero el conjunto es, en general, armonioso, en un film valioso que plantea uno de los problemas capitales de nuestro tiempo, el abandono, por fuerza mayor, del más importante granero de la Humanidad, el campo, el mayor generador de alimento que ha existido, existe y seguramente existirá en el mundo, contado con recursos puramente cinematográficos, narrado, como decimos, por el método de aluvión de escenas a través de las que iremos conociendo los pormenores de esta familia Solé, desolada por los designios del destino.
Gran trabajo, como queda dicho, del grupo actoral aficionado, en una película de la que se puede decir que cuenta con un protagonismo coral. Quizá el más destacado, en términos de tiempo delante de la pantalla, sea el paterfamilias, Quimet, interpretado por Jordi Pujol Dolcet (ya es mala suerte que te toque ese nombre y ese primer apellido...), que demuestra una rara capacidad para la mala hostia (palabra esta última que, por cierto, repite constantemente, en lo que parece un latiguillo propio...), y que físicamente nos recuerda a Sergi López, aunque este Pujol parezca físicamente más basto.... Del resto nos quedamos con la pequeña Ainet Jounou, una mica de apenas seis o siete años que es un auténtico rabillo de lagartija, una cría en permanente estado de búsqueda de aventuras, junto a sus primos gemelos, con la que se ve que Simón ha debido trabajar especialmente, dando como resultado una fresquísima interpretación que, a buen seguro, para ella no era sino un juego más: ¡jugar a hacer cine, nada menos!
(04-05-2022)
120'