El debú del neófito Daniel Calparsoro muestra a las claras la influencia que ya ejerce en el cine de los noventa el estilo de Quentin Tarantino. En efecto, Salto al vacío evidencia desde la primera secuencia que tiene una deuda de gratitud con Reservoir dogs. Pero no será la única escena. También la del enfrentamiento con los gánsteres en el ático, o la paliza del padre de la protagonista a su amigo.
Ésa es la marca de fábrica de este durísimo filme, pero ciertamente no es una violencia gratuita: sirve para mostrarnos la ruina moral de un submundo, el hampa vascongado (vale decir cualquier hampa), crecido en el liquen del lumpemproletariado, aherrojado por la droga y que sólo sabe vivir enarbolando permanentemente la "pipa".
Se sirve Calparsoro para ello de una veinteañera, único sostén de una familia de vagos, yonquis o menores, a quienes alimenta con sus pequeños latrocinios. Aunque sueña con salir de esa hez, pronto se dará cuenta de que su final será trágico, en cualquier esquina de una calle inmunda.
Filme no apto para estómagos delicados, resulta caligráficamente desigual, a menudo insuficiente y redundante, pero, con todo, es una apuesta estimulante pero desgarradora sobre la España moderna, una radiografía espantosa de una parte de nuestra sociedad que no pisará jamás una moqueta ni tendrá posibilidad de cometer crímenes de cuello blanco. Una película inquietante, radical, sobre unos marginados esclavos de sí mismos y de su entorno: un poema.
85'