Matthew Ross es un periodista cinematográfico neoyorquino que, como hicieron en los años cincuenta y sesenta algunos franceses colegas suyos, François Truffaut y Eric Rohmer, se ha pasado al cine. Claro que la diferencia entre Matthew, por un lado, y François y Eric, por otro, es como de la noche al día: Ross no sabe mayormente donde tiene la nariz, y los franceses, sencillamente, reinventaron el cine.
A partir de aquí, es evidente que Siberia es un zurullo de mucho cuidado. Se localiza inicialmente en San Petersburgo, donde Lucas, un tratante norteamericano de piedras preciosas llega esperando encontrar a Pyotr, su socio ruso, para una transacción millonaria, con una serie de diamantes azules de por medio, que se disponen a culminar con un grupo de negociantes aborígenes que colindan con (si no forman parte de) algunas de las muchas mafias que se enseñorean de la vieja república exsoviética. Pero la transacción ha de aplazarse “in extremis” porque el socio ruso, que parece jugar a varias bandas, a cuál peor, ha desaparecido. La pista más fiable sitúa al socio a la fuga en Mirny, una helada localidad al este de Siberia. Hasta allí marcha Lucas, pero en vez de a Piotr a quien encuentra es a Katya, una chica rusa que trabajaba en Australia pero que se ha tenido que hacer cargo del negocio familiar en Mirny ante la inepcia de sus hermanos. Entre el yanqui y la rusa nace algo parecido al amor, aunque él nunca le oculta que está felizmente casado en Estados Unidos y pretende seguir estándolo. Pero la crisis de los diamantes se precipita...
El problema de Siberia ya se preanuncia en los horribles títulos de crédito iniciales: ramplones, sin imaginación alguna, parecen los de cualquier telefilm de esos de sobremesa que se usan para dormir comidas copiosas. A partir de ahí nos tememos lo peor: intriga mal hilvanada y peor resuelta, tono como de peli de espías, pero mal hecha, con mafiosos de opereta que “cantan” cantidad en sus pencos, fatuos papeles... La historia está hecha de retales de malas películas, porque ni siquiera han tomado elementos de buenos films. La acción avanza a trompicones; los diamantes azules, que parecieran el Macguffin de esta olvidable película, reaparecen en el último tramo para recuperar protagonismo en lo que hasta entonces se había convertido en un film romántico con desesperada intención de aparentar que tiene mucha “trastienda”, aunque todo se queda en la apariencia. Poco sabemos de Lucas y de Katya, y lo que es peor, menos queremos saber, de tan poco interesantes como se nos pintan sus vidas, a pesar de que, al menos en el caso de él, su existencia y su actividad como tratante de diamantes a escala mundial debiera suponer un atractivo especial: pues ni eso.
Ross dirige con manifiesta y rampante vulgaridad: no sabe planificar, y a ratos cuesta seguir el film por la mera incompetencia de su director. Las escenas de sexo son sonrojantes, y no precisamente porque sean subidas de tono (que no lo son), sino por lo mal rodadas que están. Para más inri, el personaje de la coprotagonista, que inicialmente parecía tener altura, finalmente Ross y sus guionistas la reducen al papel de mero florero que será incluso objeto de inicua componenda entre nuestro hierático protagonista y el ruso malo-malísimo, en una ultrajante escena que parece corresponder al cine de hace veinte o treinta años, absolutamente fuera de tono hoy día.
Previsible hasta la extenuación, impersonal, dándoselas de cripticismo cuando lo que hay es pura inanidad, con una trama confusa que intenta pasar por inteligente pero es solo tinta de calamar para que no veamos tanta vacuidad, con un final como de tiroteo de western, pero de nuevo planificado como en una peli de saldo, Siberia pretende rentabilizar a su estrellita, Keanu Reeves, cuando es evidente que el actor de Speed hace años que no pasa por su mejor momento. Aquí está realmente horrible, sin implicarse nunca, con el piloto automático puesto y el rostro de esfinge del que solo espera del proyecto el momento de recibir en su cuenta corriente el importe de su (suponemos) apreciable caché. Más nos ha gustado la rumana Ana Ularu, que hace el mejor personaje del film, aunque el guion finalmente la deje en poco más que un florero. En un papel secundario aparece, ya madura, aquella Molly Ringwald que en los años ochenta pareció comerse el mundo con comedias juveniles como El club de los cinco (1985) y La chica de rosa (1986), para luego ir languideciendo en productos cada vez más prescindibles: sic transit gloria mundi...
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