La filmografía de Peter Weir lleva camino de convertirse en una carrera inclasificable. Tras sus comienzos en Australia con filmes tan peculiares como Picnic en Hanging Rock y La última ola, hizo un drama de compromiso social en El año que vivimos peligrosamente, para emigrar después a Estados Unidos, que le recibió con los brazos abiertos por su espléndido policiaco Único testigo, para después darle la espalda por su polémica pero apasionada versión del clásico literario contemporáneo La costa de los mosquitos.
Cuando nadie daba un centavo por su pellejo consigue, con El club de los poetas muertos, devolver al cine a gente que hacía décadas que no se sentaba en una sala oscura, con un fresco y original elogio del "carpe diem"; reincide en el éxito crítico y comercial con la deliciosa comedia, no exenta de aristas, Matrimonio de conveniencia.
Por eso, de su decimoprimer largometraje, este Sin miedo a la vida, podía esperarse cualquier cosa menos que, como ocurre, aburra con frecuencia y deje una extraña sensación de vacío en el paladar. Porque el drama de este accidentado en una catástrofe de aviación que se convierte en un héroe por accidente, pero sobre todo en un ser de tan extrema lucidez ante la vida que resulta insoportable para los pobres mortales que carecen de ese ¿don?, difícilmente habría podido llegar a ser una obra estimable.
Y ello porque, como dice atinadamente Stephen Frears, "yo sin un buen guión es que ni siquiera cruzo la calle"; el libreto de Rafael Yglesias, sobre su propia novela, tiene algunos puntos de interés, sobre todo en la atormentada relación entre los personajes de Jeff Bridges y Rosie Perez, momentos en los que Weir brilla a su máxima altura, pero también cuenta con demasiado metraje dedicado a la contemplación del ombligo del protagonista, si vale la metáfora, en su peculiar e iniciático camino hacia la nada.
Porque, además, el más bien estúpido final nos devuelve al personaje central por donde solía, existencial, conyugal, profesionalmente: vea usted casi dos horas de película para al final terminar donde empezamos. El trayecto vital resulta ser una vuelta de trescientos sesenta grados, para quedarse en el famoso "síndrome de Lourdes" (ya saben, aquel de "virgencita, por lo menos como estábamos"). Para este viaje, ¿quién necesitaba alforjas?
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