Un adolescente es enviado con su padre, allá en los confines occidentales de Islandia, en el Círculo Polar Ártico, cuando su madre marcha con su padrastro a África. La pequeña localidad pesquera a la que viaja el chico fue donde se criaron los padres y donde él mismo pasó su primera infancia. El padre lo ha perdido todo por la crisis económica iniciada en 2008, que en Islandia (como en otros países: de eso sabemos algo en España) fue brutal. El muchacho se encuentra desubicado, con un padre al que considera un fracasado, sin sus amistades de la capital, y algunas personas a las que reconoce, como su amiga de infancia, se ha echado novio.
Tenemos escrito, y no somos originales, que el cine islandés es el hermano pequeño de los cines nórdicos: tanto en volumen como en calidad (una cosa también tiene relación con la otra, por supuesto) no alcanza, ni de lejos, a las potencias cinematográficas de la zona, sin duda Suecia, Noruega y Dinamarca, por ese orden. Pero eso no quiere decir que, de vez en cuando, no pueda ofrecernos algún filme de interés. Sparrows nos llega sin duda por su larga y premiada trayectoria en festivales, fundamentalmente por haber conseguido la Concha de Oro en San Sebastián 2015.
Aclararemos desde el principio que no nos parece una gran obra, ni siquiera una buena película, pero tampoco nos parece la bosta de vaca que varios, incluso muchos colegas de la crítica han querido ver. Vale, tiene más metraje del que le correspondería; de acuerdo, toca más temas de los que procedería; sí, las cosas que suceden, en su mayoría, se nos da una higa. Pero además de todo eso, que es cierto, late subterráneamente, y no de forma demasiado profunda (vamos, que es evidente para quien tenga dos dedos de frente) el drama de este muchacho erradicado de su ambiente, replantado en el culo del mundo, que ha cambiado su confortable hogar en Reykjavik (sí, vale, a cero grados) por un sitio que no se corresponde ya con sus recuerdos de infancia, y donde carece de asideros emocionales, y los que tiene los va perdiendo uno tras otro. Es, claro está, un relato iniciático, pero también un relato iniciático plagado de amargura, donde un chaval como otro cualquiera habrá de aprender de la forma más dolorosa cuán duro es el mundo adulto al que (como un Peterpansson cualquiera) parece no querer llegar.
La parte final, que lógicamente no destriparemos, es de las más desgarradoras que nos ha sido dado ver en los últimos tiempos, un último evisceramiento virtual que provoca en el chico la necesidad vital de acogerse en el regazo de lo más parecido a una familia que le queda.
Filme irregular pero estimulante, al menos a ráfagas, Sparrows nos habla del difícil tránsito de esa segunda infancia que es la adolescencia hacia la edad adulta, ese momento único, mágico, tan complejo, en el que dejamos de ser niños, sin dejar de serlo del todo, para empezar a ser los hombres, las mujeres que quizá no queremos ser.
Rúnar Rúnarsson, en su segundo largometraje (aparte de varios cortos y documentales), confirma su talento para este tipo de historias de corte moroso, de vivencias, de sentimientos. Puede haber en él un cineasta valioso; aquí da muestras de que puede serlo. Entre los intérpretes, aparte de ese viejo zorro serbocroata de Rade Serbedzija (aquí tan lejos de su tierra por mor de la coproducción con su país), resaltaremos al joven protagonista, Atli Iskar Fjalarsson, que ya trabajó con Rúnarsson en el debut de éste en la dirección, el corto Smáfuglar (Two birds en su distribución internacional), que reveló un actor jovencísimo pero dotado de gran talento, especialmente para exteriorizar sentimientos tan recónditos.
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