El “reboot” propiciado por J.J. Abrams de la serie (cinematográfica) inventada por Gene Roddenberry allá por 1967, “reboot” que tuvo su eclosión en la estupenda Star Trek (2009) y su notable continuación Star Trek: En la oscuridad (2013), parecía que podía perder fuelle al soltar los mandos Abrams y cedérselos a un oscuro profesional como el chino taiwanés Justin Lin, perito en filmes de acción como buena parte de los de la franquicia Fast & Furious. Pero afortunadamente la calidad se mantiene incólume, tal vez porque la serie, como quien dice, ya va sola, una vez que las historias, los equipos, los profesionales, funcionan de memoria sobre una línea argumental que, con un eje central de personajes y contexto invariable, va fluctuando en cada nueva entrega según las necesidades del guión.
Este tercer episodio de la nueva era Abrams (que no está en la realización pero sí en la producción, a través de su sociedad Bad Robot, desde donde ha mantenido el pulso del filme con mano de hierro, con independencia de que Justin Lin haya sido el timonel) se caracteriza por ser menos trascendente que los dos capítulos anteriores, pero a cambio resulta ser más “trekkie”, más cercano al espíritu que animó la serie primigenia de los años sesenta: el tono más elemental, menos profundo, era típico de aquella vieja Star Trek televisiva que en España llevó el título de La conquista del espacio. También los escenarios del planeta donde terminan los tripulantes de la U.S.S. Enterprise recuerdan a aquellos entrañables escenarios de cartón piedra que eran consustanciales a la serie original de Roddenberry.
Como novedad (porque ni en la serie televisiva primitiva, ni tampoco en las sucesivas resurrecciones, secuelas, “reboots”, etc., era habitual), aquí se trufa la historia con algunos momentos jocosos, que se deben sin duda a la intervención en el guión del también actor Simon Pegg, que además en esta nueva etapa interpreta el personaje de Montgomery Scott, el gran Scotty, que es el ingeniero cuasi taumatúrgico que hace que el motor de curvatura (lo que quiera que sea eso…) funcione incluso en las peores circunstancias imaginables.
Hay más acción que en las dos partes anteriores, menos grandes temas (aquí el “leit motiv” del Malo es la venganza, esa cosa tan antigua, tan primitiva, tan escasamente trascedente, tan prosaica), pero se mantiene el tono de calidad: la historia se sigue con franca confortabilidad, como la que se siente cuando se está inmerso en un universo conocido, en un mundo lleno de referencias que manejamos desde hace casi medio siglo. En ese útero de confortabilidad es donde Star Trek: Más allá, nos gana: estamos en nuestra salsa, incluso aunque no se sea un irredento fan “trekkie”.
Los nuevos protagonistas están ya perfectamente imbuidos en sus papeles, y no echamos en falta a William Shatner (ni siquiera a Patrick Stewart…) ni tampoco a Leonard Nimoy. Soy de la opinión, no sé si compartida por la comunidad “trekkie”, que Zachary Quinto es un más que digno sucesor de aquel viejo actor al que su rol de Spock le comió la carrera, convirtiéndolo para siempre (como Chanquete a Antonio Ferrandis) más en un personaje mítico que en una persona. Entre los demás anotaremos como curiosidad propia de los tiempos el hecho de que el señor Sulu, que en la época de la serie primitiva de televisión estaba interpretado por el japonés George Takei, una de las primeras estrellas que salió del armario, ahora está interpretado por un surcoreano, John Cho, heterosexual, pero cuyo personaje de Sulu es… gay, con pareja y niña adoptada incluida: los tiempos que cambian (para bien, por supuesto).
También citaremos el inesperado papel protagonista, prácticamente al mismo nivel de Kirk y Spock, del Dr. McCoy, en un notable ascenso para un personaje que generalmente era episódico. La revelación la pone la actriz de origen argelino Sofia Boutella, que incorpora un nuevo personaje que puede dar mucho de sí…
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