Sobre la destreza para hacer cine hay varias teorías; las más extendidas son las que abogan porque el cine es como montar en bicicleta, que no se olvida nunca. Yo, sin embargo, soy de la opinión de que, salvo en casos excepcionales (cfr. Orson Welles, que no había dirigido nunca cine y empezó con una obra maestra), hacer cine es como ejercitar un músculo: si no se mantiene el ejercicio, se pierde la masa muscular y el brazo queda fofo; ya no podrá levantarse el peso de antes, o, lo que es lo mismo, manteniendo la alegoría que estamos inventando, ya no se podrá hacer el buen cine de antes.
Francis Ford Coppola empezó a dirigir cine en 1963, bajo la férula del mentor Roger Corman, al que tanto debemos como descubridor de talentos en el cine jolivudense de los años sesenta y setenta. Desde ese temprano 1963 hasta 1997, durante 34 años, Coppola rodó una veintena de largometrajes, además de algunas otras obras audiovisuales. Entonces, tal vez cansado de la industria del cine y de haberse arruinado varias veces, paró, dedicándose a otras cuestiones ajenas al cinematógrafo, como la enología y la puesta en marcha de una empresa vitivinícola que le permitiera vivir como el rajá de Kapurtala.
No sería hasta diez años más tarde cuando volvería, en 2007, con “Youth without youth”, sin estrenar en España, y dos años después rodó este “Tetro”, coproducción filmada en Argentina, bajo pabellón multinacional, y la impresión es que Coppola tiene las coyunturas oxidadas, como si diez años sin pensar en cine (ni dirigirlo) le hubiera anquilosado. El problema nace, en principio, del guión del propio Coppola, que bebe sin recato en su propia obra (no es ocioso hablar de la figura mitificada del hermano de “Rumble fish”, en España titulada “La ley de la calle”); en principio nada que objetar a tal cosa: los grandes del cine se reinventan a sí mismos constantemente, vuelven sobre sus propios temas, aquéllos que les han hecho grandes; pero esas reinvenciones deben tener envergadura, enjundia, ser capaces de ser otras historias siendo las mismas, de convencer por su propia entidad, como si estuviéramos asistiendo a la escritura de un palimpsesto, en el que intuyéramos, allá al fondo en el alma de la página blanca, el texto original sobre el que el amanuense reescribe su nueva historia; o como ese pentimento que, en determinada posición ante el cuadro, deja entrever, quizá sólo un momento, la obra que el pintor sepultó bajo los pigmentos de la que definitivamente firmaría.
Pero “Tetro” no tiene nada de eso. Cualquier parecido entre este hermano menor fascinado por su hermano mayor (también mitificado, también inalcanzable, aunque aquí bastante más cercano, casi vulgar) con la pareja de “fratelli” de la mentada “Rumble fish”, es mera coincidencia; lo que en aquella película era hondo desaliento vital, aquí es exégesis plagiaria (autoplagiaria, si quieren), variante menor de un mismo tema, sin fuerza, carisma ni interés. Así las cosas, la primera hora de proyección es bostezante, como si tras la cámara, en vez de estar el maestro de la Trilogía de “El Padrino” o de “La conversación”, estuviera un esforzado cineasta novel, recién salido de la UCLA, y cuya digestión de la filmografía coppoliana hubiera dado como resultado este a modo de regüeldo no precisamente agradable.
Menos mal que, como era de esperar, Coppola en algún momento se pone las pilas, y parece que la parte final, cuando van cuadrando las piezas del puzzle, empieza a interesarle, y con ello a interesarnos. Casi todo el tramo final, desde el accidente del adolescente, tiene esa fuerza que faltaba en el metraje anterior, y Coppola vuelve por donde solía, con algunas imágenes marca de la casa que recuerdan quién está al timón en este balandro de proa pesada y popa tan liviana como artística, donde el mascarón sería plúmbeo y la puente (permítanme el italianismo del artículo femenino para el término, tan hermoso) de mando sería esbelta como la Catedral de León. La síntesis, entonces, es alternante (como gusta decir el estimado colega Manuel Alcalá), y el resultado irregular.
Así las cosas, queda una especie de Coppola menor, como si el autor de “Apocalypse now” hubiera hecho un hueco en su laboriosa cata de espirituosos, en sus asuntos empresariales, para acometer este a modo de “hobby”, donde no ha puesto todos sus sentidos, sino sólo los que le ha dejado la sin duda más imperiosa tarea de ganarse el caviar nuestro de cada día. Vincent Gallo es un actor que por físico y carácter es muy apropiado para el personaje; el adolescente de apellido impronunciable (Ehrenreich, nada menos…) tiene un parecido más que notable con el jovencito Leo DiCaprio, en la época en la que se dio a conocer en “¿A quién ama Gilbert Grape?”, aunque no parece tener el talento del entonces niño prodigio, que ha madurado tan mal. Nuestra Maribel Verdú, como suele suceder cuando está bien dirigida, está notable (lástima que, cuando la dirección no está a la altura, la madrileña petardea también notablemente); en cualquier caso, la reciente concesión del Premio Nacional de Cinematografía le parece venir grande; Carmen Maura apenca con el papel más marciano del filme: ¿una crítica literaria que tiene un programa de televisión que ven millones de personas? ¿y eso, en qué planeta es? En la Tierra no, desde luego.
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