Julia Ducournau (París, 1983) se dio a conocer hace unos años con un largometraje, Crudo (2016), que, aparte de hacer echar la primera papilla a más de uno, concitó un entusiasmo digno de mejor causa. Ahora, Ducournau, que por lo demás tiene una exquisita formación en la afamada La Fémis (centro donde han estudiado buena parte de los nuevos talentos del cine francés), aparece de nuevo con este film, Titane, que si el anterior fue recibido con loas, este se ha llevado la palma... literalmente: la Palma de Oro en el Festival de Cannes, el premio más importante del certamen más prestigioso del mundo.
Diremos pronto que nos parece que, al lado de Crudo, Titane aparenta ser una obra maestra. Es cierto que en la mentada Crudo había una interesante capacidad para las imágenes sugestivas, magnéticas, pero también una tendencia más bien insoportable a la provocación, esa antigualla. Ahora, con Titane, al menos tenemos una historia medianamente (solo medianamente...) inteligible, algo parecido a una narración, a una cierta progresividad dramática.
La historia tiene un prólogo en los primeros años de este siglo XXI: un padre y su hija, de nombre Alexia, como de 7 años, viajan en coche; la niña, fiel al comportamiento habitual de los tiernos infantes en los automóviles (recordemos el consabido “¿falta mucho, papá?”), va dándole una tabarra insoportable a su progenitor, hasta que este, hasta las narices de la niñita, desatiende el volante y se pegan un castañazo. Como consecuencia del accidente, a la niña le tienen que implantar una lámina de titanio en la cabeza para reparar el estropicio sufrido en el cráneo. Saltamos varios años adelante: la niña ya es treintañera; es modelo y su ocupación mayormente es la de ejecutar en público sensuales bailes sobre coches de lujo, actividad por la que cosecha la admiración (y otras cosas...) de buen número de varones. Una noche uno de estos se propasa con ella, y Alexia lo mata; pronto nos enteramos de no es el primero, son ya varios los fiambres (incluida una mujer) que han aparecido sin que se conozcan las causas. A raíz del asesinato del tipo, Alexia tendrá una (cómo decir esto...) extraña relación con uno de los coches, que recuerda aquella escena en la que Jane Fonda, en Barbarella (1968), de Roger Vadim, tiene un coito, ejem, con una máquina (y termina reventándola, por cierto...). Pues algo de eso, pero con más aceite, es lo que le pasará a Alexia. A partir de ahí la chica parece haber perdido (ya definitivamente, porque antes apuntaba maneras) la razón, y todo se desencadena...
Decíamos, y lo mantenemos, que en Titane hay cosas valiosas, bastantes más que en Crudo. Por ejemplo, la relación que se entabla entre Alexia y Vincent, el jefe de bomberos, que cree, o quiere creer, que la joven treintañera es Adrian, su hijo de 17 años (que ya es capacidad de creer...), un hombre cuya existencia destrozada intuye puede recuperar si tiene de nuevo en su vida al chico desaparecido diez años atrás: qué importa, entonces, que el niño sea claramente una chica, que el parecido esté pillado por los pelos, que tenga visible en la cabeza una placa de titanio que jamás llevó su hijo... qué importa si puede abrazarlo y hacerse la ilusión de que ella es él, de que la chica cyborg con una barriga hasta la boca y meando (literalmente) grasa de coche pueda ser el niño perdido y nunca hallado. En sentido inverso, tiene también interés la reacción de la chica hacia ese nuevo padre que la (lo) idolatra, que lo ha puesto en el centro de su vida, sintiéndose, por primera vez, realmente importante, encontrando a alguien que, por fin, la ama sin límite ni condiciones.
Hay otras virtudes en Titane, como esa historia que parece contada en clave “nueva carne”, aquel concepto que en cine ha desarrollado, sobre todo, el primer David Cronenberg, en especial en su más bien pesadillesca Videodrome (1983). Esa imbricación de carne humana y máquina aquí va un paso más allá, el de la reproducción, con insospechadas consecuencias, con lo que parece evidente que una de las cualidades de Ducournau es una imaginación desbordante.
Pero tiene Titane también bastantes defectos: un guion que con frecuencia incurre en uno de los pecados mortales del libreto fílmico, la incoherencia, en el que los personajes actúan conforme a los intereses de la guionista, pero no a la lógica interna de los hechos que se vienen presentando; una historia marciana, alargada en exceso en la segunda hora, incluyendo una serie de escenas en las que se hace interaccionar a Alexia (en su improbable rol de Adrian, el hijo de Vincent) con los bomberos al mando de su (supuesto) padre, escenas prescindibles que nada aportan a la historia, que parecieran hablar de identidad sexual, cuando ese tema no tiene sentido aquí, no tiene que ver con el meollo de la trama. Tampoco la inevitable tendencia a la mostración explícita, ese afán pornográfico de nuestro tiempo por ponerlo todo en primer plano y bien a la vista, es precisamente un dechado de sutileza.
En su conjunto, nos parece evidente que Titane es una película singular, con cosas muy interesantes y otras bastante menos. Preocupa que esta sea la línea a seguir por el próximo cine, pues da la impresión de que se va hacia un callejón sin salida, aunque habrá que estar atento a las posibles bifurcaciones futuras de ramales cinematográficos como este, bifurcaciones que puedan oxigenar unas nuevas líneas que, por ahora, nos parecen de escaso recorrido. En cualquier caso, sí que entendemos que la Palma de Oro de Cannes le viene grande, muy grande, a este curioso film de una cineasta peculiar pero que, nos tememos, tiene todavía mucho que aprender, por mucho que haya pasado por los pupitres de La Fémis...
Nos parece que Vincent Lindon hace un trabajo meritorio, teniendo en cuenta que su papel tenía pocos asideros, más allá de la pulsión irredenta de creer que cualquier cosa con ojos pueda ser su hijo desaparecido. Agathe Rousselle presta su muy particular físico a un personaje extremo, el de esta Alexia que era de carne y titanio y fornicaba con “haigas”, y realmente con eso lo hace prácticamente todo, porque su rol requiere de un cierto hieratismo al que su escasa experiencia interpretativa (solo había hecho hasta ahora dos cortos) la abocaba.
(14-10-2021)
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