En 1918 Charles Chaplin ya era una figura del cine mundialmente reconocida. Su personaje del pequeño vagabundo (conocido como Charlie en el mundo anglosajón, o Charlot en otras zonas, incluso Carlitos en algunas áreas hispanohablantes) ya se había convertido en un personaje perfectamente reconocible, quizá un “alter ego” modificado de él mismo en sus años de juventud, cuando pasó penurias sin cuento en su Inglaterra natal, en una infancia casi dickensiana.
Todavía no habían llegado los grandes éxitos de los largometrajes que le confirmarían como uno de los grandes del cine de todos los tiempos (El chico, La quimera del oro, Luces de la ciudad, Tiempos modernos, El gran dictador…), pero ya era uno de los nombres indiscutibles de la entonces todavía reciente industria de Hollywood, hasta el punto de que, junto a otras estrellas del naciente arte, fundó en esos años una productora, muy apropiadamente llamada United Artists, con la intención de poder rodar sus películas sin estar mediatizados por los generalmente despóticos estudios de la época.
La historia comienza con el pequeño vagabundo acurrucado, intentando dormir. Fuera del cuchitril donde se ha refugiado alguien está cocinando en una olla con un puchero o similar; Charlot, desde dentro, se las arregla para servirse algo de esa sopa sin que el otro se dé cuenta; y es que, en el fondo el pequeño vagabundo no dejaba de ser un pícaro, de la estirpe del Lazarillo o del Buscón… Un poli lo descubre en el recinto de tablas donde está refugiado, y le ordena salir, lo que provoca una imaginativa escena con el vagabundo escapándose y mofándose del policía. Charlot descubre un lugar donde dan trabajo para elaborar cerveza, con varios candidatos, entre ellos nuestro prota; todos están expectantes, pero los demás, más corpulentos, lo desplazan continuamente… Al final se queda sin trabajo, todos se le han adelantado, han sido más listos que él. Más tarde vemos una serie de perrazos que atacan a un perrito; Charlot lo salva, cogiéndolo en brazos, con todos los otros canes detrás… Es el comienzo de una gran amistad…
El cortometraje, de poco más de media hora, como se estilaba en aquella época (había también largos, por supuesto, pero eran minoría, hasta que se estableció el estándar del metraje de hora y media como canon a partir de los años veinte), está plagado de un humor físico pero inteligente, con persecuciones muy divertidas, con imaginativas ideas como usar para un gag el juego infantil en España conocido como “Un, dos, tres, pollito inglés”, en la escena en la que el vagabundo, en un bar, se come las salchichas mientras el dependiente está de espaldas, quedándose quieto y disimulando cuando éste, mosqueado, se gira hacia él, para retomar la comida cuando de nuevo se vuelve hacia lo que está haciendo, repitiéndose la maniobra varias veces…
Es interesante reseñar cómo Chaplin, entre bromas y veras, desliza certeros mensajes sociales: así, el protagonista se encuentra en un estado de miseria absoluta, como la del propio Chaplin en su infancia; sabía, entonces, de lo que hablaba… También hay una denuncia soterrada sobre los prostíbulos encubiertos (aquí ligeramente maquillados, pero es evidente que lo son) en los que las mujeres, además de cantar, tenían que engatusar a los clientes, al estar presionadas por el chulo de turno, en una acre crítica de la explotación sexual que ello suponía… y todo sin perder la sonrisa, que tiene más mérito aún…
Tendremos también en la película uno de los elementos típicos del cine chapliniano de la época, la aparición de la Policía como arbitrario elemento de autoridad al que hay que burlar… y qué divertido es cuando lo hace, sobre todo porque Chaplin presenta siempre a los policías como tipos grandotes, soberbios, ufanos del poder que la sociedad ha depositado en sus personas, y nuestro vagabundo es un pobre diablo que habrá de rebelarse contra ese Poder que abyectamente le confina a la pobreza.
Los malos son fácilmente identificables (esto era esencial, con un público al que se dirigían las pelis de Chaplin en el que el nivel intelectual era bastante exiguo), con grandes y horribles bigotones, para que no haya dudas de quienes son los villanos…
Es cierto que el film, como casi todos los de la época, no solo los de Chaplin, adolece de una concepción muy teatral (como, por ejemplo, filmando los planos siempre con una cuarta pared, como en los escenarios teatrales), como por lo demás era lógico, teniendo en cuenta que la mayor parte de los cómicos de aquel tiempo procedían de los teatros de vodevil. Lo interesante, por supuesto, es cómo esos cómicos (Chaplin, pero también Keaton, Lloyd, etcétera), partiendo de ese origen, fueron capaces de, paulatinamente, crear un arte nuevo, en el que la cuarta pared fue desapareciendo para hacer algo radicalmente distinto al teatro.
Son famosas algunas de las escenas de la película, como aquella en la que Charlot usa cariñosamente al pequeño can como mullida almohada, durmiendo así los dos plácidamente, como los camaradas que son, dos perros apaleados por la vida compartiendo lo poco que tienen, abrigándose mutua, amorosamente.
También es curioso el final en clave de “happy end”, un final feliz en el que vemos al pequeño vagabundo y a su amada, a la que ha rescatado del infierno del burdel, en un idílico (e irónico…) hogar campestre, con su campo sembrado, su coqueta casa … y su cuna, donde, sin embargo, no veremos a un bebé humano, sino al perrito coprotagonista con sus cachorritos…
Obra en alguna medida de aprendizaje, es evidente que no tiene Vida de perro la maestría de las grandes pelis de Chaplin, pero ya se vislumbraba el genio de su autor, y cómo éste iba limando su estilo para, a partir de los años veinte, convertirse no solo en un divertido cómico que hacía estallar en carcajadas las salas de cine, sino también en uno de los grandes autores que mejor han reflexionado sobre la condición humana.
(17/11/2025)
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