Robert Altman, como su coetáneo Vicente Aranda, parece vivir una segunda madurez creadora, después de que sucesivos fracasos comerciales (Una pareja perfecta, Quinteto y, sobre todo, Popeye) le enviaran al limbo de los realizadores de producciones independientes de tres perras gordas o de telefilmes de poca monta. Es la lógica impía del mercado: de nada le valieron los éxitos de obras tan sólidas como MASH, Nashville o Un día de boda. Tras la gran acogida de crítica y público con El juego de Hollywood, Altman se mejora a sí mismo con esta espléndida Vidas cruzadas, un vigoroso retrato de la sociedad americana (y, por extensión, occidental), basada en los corrosivos textos de Raymond Carver, el autor de relatos como el estremecedor compendio De qué hablamos cuando hablamos de amor.
El título español, por una vez y sin que sirva de precedente, refleja con claridad el sentido del filme: varias vidas que se cruzan, varias historias de la locura cotidiana (por citar a Bukowski, que tampoco está tan lejos) en el marasmo diario de una gran ciudad, una Los Ángeles retratada por Altman como una enorme y metafórica ciénaga en cuarentena donde la mosca de la fruta hace estragos, y cuyos habitantes viven permanentemente bajo la obsesión de la toxicidad de los productos insecticidas con que es fumigada continuamente la urbe, un trasunto tal vez de la propia angustia de vivir día tras día en la sociedad moderna. Se pasa así sin interrupción de la tragedia del matrimonio "bien" cuyo hijo ha sido atropellado por un coche al estallido conyugal de otro matrimonio por un desliz de la mujer, hasta otra pareja en la que ella ejerce como receptora de llamadas en una línea erótica en vivo, e incluso a un policía chulo y reiteradamente infiel que recupera el deseo por su esposa de una forma un tanto imprevista. Todo ello trenzado de forma ágil y sin fisuras, en una obra de moderno clasicismo que es una y varias películas a la vez, siempre magníficamente servida por una pléyade de grandes actores
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