Enrique Colmena
Muertos ambos a finales de un Julio traicionero para con el cine, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni han sido glosados, tal vez inevitablemente, juntos, haciendo hincapié en las evidentes similitudes de su cine. No reincidiremos en ellas, pues, porque ya se ha hecho, y sí lo haremos en sus también obvias disparidades.
Para empezar, Bergman vivió toda su vida en lo que podríamos llamar “olor de santidad”, si se me permite la expresión, colindante con la jaculatoria: retirado oficialmente del cine en 1982 con “Fanny y Alexander” (aunque después realizó varios telefilmes, que en España, en algunos casos, fueron estrenados en salas de cine), gozó durante toda su vida de un predicamento y un prestigio que no mermó en ningún momento, a pesar de que desde su último filme hasta su muerte transcurrió un cuarto de siglo. Bergman era, es, sinónimo de cine de calidad, de cine trascendente, en el mejor de los sentidos de la expresión (si es que pudiera haber algún sentido para lo trascendente que no sea bueno: ya se sabe que el kilo de merluzo está muy barato…).
Por su parte, Antonioni gozó de una bien merecida fama durante los años cincuenta (con filmes como “El grito”) y sesenta (“La aventura”, “La noche”, “El eclipse”), para alcanzar su cima en 1966 con la muy cortazariana “Blow up”. A partir de ahí, el tobogán: “Zabriskie Point” no interesó demasiado, pero es que “El reportero” lo hundió para los restos. Aún tuvo redaños, a pesar de haber perdido el crédito de la crítica y el favor del público, para rodar algunos filmes más, como “El misterio de Oberwald” e “Identificación de una mujer”, pese a sufrir una hemiplejia que le acompañaría hasta su muerte. Curiosamente, esa indiferencia miope de la crítica, que le fustigó durante la década de los setenta y ochenta, sería retirada, acaso parcialmente, por su participación en el filme “Más allá de las nubes”, aunque la postración física e intelectual del maestro de Ferrara hizo sospechar que Wim Wenders, que codirigía el proyecto, tuvo mucho que ver en el acierto de aquella por lo demás estimulante cinta. Además, el italiano ha tenido hasta la mala suerte de morirse horas después que Bergman, con lo que su momento de gloria, la postrera, se ha volatilizado, oscurecida por la defunción del escandinavo.
Hay otras diferencias entre los maestros sueco e italiano: el primero se especializó durante la primera parte de su carrera en un cine metafísico, con títulos como “El Séptimo Sello” o “El manantial de la doncella”. Antonioni, sin embargo, se convirtió en el máximo exponente del cine de la incomunicación, hasta convertirse, en su caso, en el típico cliché para críticos comodones. Es cierto que Bergman también incidió en ese aspecto (“Secretos de un matrimonio”, “Gritos y susurros”, “Sonata de Otoño”), pero en su cine siempre hubo un toque religioso (“Como en un espejo”, “Los comulgantes”) que nunca aparece en el cine de Antonioni.
Se podrían seguir buscando diferencias, y a buen seguro aparecerían. Pero no hay que darle muchas más vueltas: lo importante es que sus obras les sobrevivirán durante muchos años, y que finalmente les ha llegado la hora de presentarse ante esa parca que Bergman, premonitoriamente, llevó al cine en la que es, con toda seguridad, la película por excelencia sobre la Muerte: “El Séptimo Sello”. Ante ella, por fin, los dos grandes maestros son iguales.