Enrique Colmena
Se dice, con toda la razón del mundo, que los (casi) cuarenta años que duró el franquismo con Franco (sin él duró aún algunos años más; pocos, afortunadamente) supusieron un legado lamentable: el ciudadano fue relegado a la condición de súbdito (sin tener rey, hay que joderse), la represión fue el pan nuestro de cada día, la disidencia se anuló, cuando no se exterminó físicamente, la ortodoxia más conservadora del catolicismo campó por sus fueros, la moral más gazmoña impregnó
velis nolis a la sociedad entera, se premió la adulación vacía y se persiguió el talento y la capacidad para pensar por sí mismo... una larguísima lista de lacras que, incluso en la configuración del Estado, nos está abocando ahora a una más que probable fractura territorial en no demasiado tiempo, precisamente por (entre otras razones), en su momento, reprimir con extrema dureza cualquier atisbo identitario: aquellos polvos trajeron estos lodos...
Pero no fueron ésas (y otras que seguro me dejo en el disco duro) las únicas herencias negativas del gobierno de Franco; hay otras menos llamativas pero que, a la postre, también han tenido su importancia. Ahora se habla con frecuencia de la escasa (siendo benévolos) capacidad de nuestros presidentes de gobierno para expresarse en la “lingua franca” actual, el inglés: el único que se manejaba con soltura, durante su mandato, fue Leopoldo Calvo Sotelo, y duró dieciocho meses al frente del gobierno (no sé si habría relación entre una cosa y otra...). Pero Suárez no entendía ni papa de la lengua de Shakespeare; Felipe González se manejaba bastante bien en francés (ese Suresnes...), pero de inglés no tenía mayormente ni idea; Aznar, mientras ejerció el cargo, apenas lo chapurreaba, aunque cuando se convirtió en ex, se puso al tema (como a los abdominales, hasta conseguir una tableta de chocolate como para morirse de la envidia...) y hoy se expresa con bastante soltura (más que la de su mujer, la flamante alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y su ya famoso “a relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”); el nivel de Zapatero en inglés era del estilo de “my taylor is rich” y poco más; en cuanto al actual primer ministro (cuando se escriben estas líneas, que después se leen en el futuro y parece que estoy lelo...), Mariano Rajoy, parece que está estudiando a marchas forzadas pero no está muy claro que sea capaz de conversar con fluidez antes de dejar el cargo, cuando quiera que ello sea.
A qué viene, dirá el lector de
CRITICALIA, esta batallita del franquismo y del dominio del inglés de nuestros próceres. Pues a recordar que el infausto nivel de manejo de la lengua comercial, cultural y política por excelencia de la actualidad, en España, se debe sin lugar a dudas al decreto-ley que Francisco Franco, allá por 1941, promulgó desde el gobierno, por el cual todas las películas cinematográficas que se exhibieran en nuestro país habrían de estar, necesariamente, dobladas al español. Es cierto que la costumbre había hecho que, casi desde inicios del sonoro (a principios de los años treinta), se doblaran las películas al español, pero oficializarlo en una ley impidió cualquier posibilidad de evolución hacia otras formas de ver el cine extranjero en nuestro país.
Eso, que es una
rara avis en nuestro entorno (en ningún país europeo, salvo Italia, Francia y Alemania, --y en todos ellos como consecuencia de leyes de la época en la que estaban sometidos a regímenes nazifascistas--, se doblan masivamente las películas extranjeras a sus lenguas vernáculas), ha propiciado que, por más que nuestros jóvenes tengan la asignatura de inglés en colegios, institutos y universidades, el dominio del mismo sigue siendo lamentable; cuando se pregunta por el nivel de conocimiento de la lengua de Lord Byron, ya es común decir aquello de “nivel de instituto”, para remarcar las carencias de un dominio que, en puridad, no es tal, sino un muy básico conocimiento que no permite desenvolverse con normalidad en ese idioma.
Aquel lamentable decreto de 1941, que entre otros fines buscaba, por supuesto, una forma más de censura, al canalizar mediante el doblaje la traducción que más pluguiera al gobernante por la persona interpuesta del censor como su mamporrero, provocó que, desde entonces, todas las generaciones sucesivas de espectadores españoles (o sea todos: durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta era prácticamente la única diversión popular tolerada, y desde entonces sigue siendo una de las principales) se acostumbraran a que el cine se les sirviera siempre en su propia lengua, por más que los rostros que pronunciaran aquellas palabras tuvieran rasgos sajones, eslavos, balcánicos, negros, arábigos, achinados o aindiados; daba igual, porque todos hablaban con un perfecto castellano de Valladolid, casi siempre con unas impostaciones en la voz que parecían estar declamando la calderoniana
La vida es sueño sobre las tablas de un teatro...
En otros países se subtitulan hasta los dibujos animados en la tele; véase el caso de nuestros vecinos portugueses, donde los niños tienen acostumbrado el oído desde pequeños, y cuando llegan a la escuela están perfectamente familiarizados con el inglés, lengua evidentemente mayoritaria en los “cartoons” infantiles. Así es fácil que el portugués medio de hoy tenga un nivel de inglés muy superior al españolito que sigue teniendo tantos problemas para entender y hacerse entender por aquellos que no hablen español pero sí la lengua de Mark Twain.
Aquel decreto-ley entonces, además de este muy nocivo efecto sobre la capacidad del ciudadano español para el dominio de otras lenguas que no sean la(s) suya(s) –las eses entre paréntesis, claro está, se deben a los españoles que, además del mal llamado castellano, dominan sus lenguas maternas, catalán, vasco y gallego--, ha tenido otra influencia considerable, y tan negativa: al darle al cine norteamericano (como ya sabemos, abrumadoramente mayoritario en todos los países de nuestro entorno) la facilidad de llegar a nuestro público con sus diálogos doblados al español, le ha concedido una inestimable baza a su favor, al permitirle luchar con las mismas armas que la raquítica industria cinematográfica hispana. En otros países (los propios Estados Unidos, sin ir más lejos), al no doblar generalmente el cine extranjero, ello supone una barrera que frena la exhibición a gran escala en su país y, por tanto, favorece el producto nacional. Aquí, en cambio, le hemos dado tontamente las mismas armas y bagaje a un gigante como los USA, que arrasa con sus costeadísimos productos y con campañas de publicidad apabullantes con las que nadie puede competir.
Así las cosas, la industria del cine español también puede reclamar, con toda justicia, que aquella infausta decisión, plasmada en ley en 1941, les ha puesto otro obstáculo en el camino del tamaño de una secuoya centenaria en medio de la carretera.
Franco, ese hombre, que tanto interés mostró por el cinema, hasta el punto de llegar a convertirse él mismo en guionista (bajo el seudónimo de Jaime de Andrade) para escribir el (fatuo) libreto de
Raza, película que llevó a la pantalla José Luis Sáenz de Heredia (uno de los cineastas de cámara del régimen, lo que no significa que no hiciera buenas películas, que las hizo), y que, por diversos medios, impulsó un cine neoimperialista (esa productora Cifesa y sus dramas históricos de cartón-piedra, desde
Agustina de Aragón a
Alba de América), sexualmente represivo (una férrea censura cuidaba de que ni de palabra ni de obra se atentara contra el sexto y el noveno mandamientos), militarista (un cine de exaltación de la que llamaban Cruzada Nacional, desde
¡Harka! a
El santuario no se rinde), folclórico (tonadilleras de moral enhiesta, toreros que querían mucho a sus madres, cantantes que glosaban lo grandes que éramos los españoles), fue, a la postre, el hombre que, además de cometer otras felonías, puso al cine español en la dificilísima situación en la que está desde hace setenta años. No sabemos qué hubiera ocurrido si el entonces Jefe del Estado no hubiera promulgado aquel lamentable decreto-ley, pero lo que sí sabemos es que difícilmente la situación de nuestra cinematografía sería actualmente peor sin él: más bien lo contrario...
Pie de foto: Cartel de
Raza (1942), de José Luis Sáenz de Heredia, con guión (camuflado como Jaime de Andrade) de Francisco Franco.