El estreno de La llamada de lo salvaje, la nueva adaptación al cine de la novela homónima de Jack London, que ha conocido diversas versiones en pantalla grande y pequeña, pone de actualidad de nuevo al actor Harrison Ford, ciertamente una de las pocas personas que, en nuestro tiempo, pueden reputarse sin lugar a dudas como genuinas estrellas de cine.
La vida y la obra de Harrison Ford están marcadas fundamentalmente por dos series cinematográficas que han constituido otros tantos éxitos comerciales y populares de un nivel difícilmente superable, la saga de Star Wars y la actualmente Tetralogía (camino de convertirse en Pentalogía) de Indiana Jones. Varias de las películas que componen esas dos series están incluidas entre las más taquilleras de toda la Historia del Cine, lo que supone una gran gloria, pero también seguramente un oneroso peso a soportar. Por ello quizá Ford buscó, casi desde el principio de su fama, hacer otros personajes que diluyeran su faceta más aventurera, más frívola, más comercial.
Y lo curioso es que Harrison Ford llegó a la actividad de actor casi de carambola. Nació Harrison en 1942 en Chicago, la capital del estado de Illinois. Ronda, pues, cuando se escriben estas líneas, los 78 años de vida. En su primera juventud, el chico Ford no tenía mucha idea de qué hacer en la vida, con su vida. Ya en la universidad hace algunas funciones de teatro, y de ahí le vendría una tibia vocación por las tablas. Su primera película como actor será el olvidado thriller de atracos Ladrón y amante (1966), protagonizado por James Coburn; Harrison tenía un papel tan minúsculo que ni siquiera aparecía en los créditos. Como el trabajo en el cine no le llegaba precisamente a espuertas, Ford se especializa entonces en una segunda profesión, que durante varios años será realmente la primera: carpintero, oficio que (las vueltas que da la vida...) años más tarde utilizaría para su personaje de Único testigo.
Después de varios films sin mayor relevancia, Ford hace para su amigo George Lucas uno de los papeles protagonistas de American Graffiti (1973), que supone el descubrimiento del director para el gran público, aunque el actor permanecerá todavía bastante opacado. Aunque Francis Ford Coppola le da un papelito en la estupenda La conversación (1974), su nombre sigue siendo desconocido para el espectador medio.
Será 1977 su año de la suerte, cuando Lucas lo llama para encargarse de uno de los tres personajes principales (los otros dos eran, claro está, Luke Skywalker y la princesa Leia Organa) de La guerra de las galaxias, el éxito comercial del año (aunque en su momento nadie daba un duro por él), inicio de una primera trilogía que con el tiempo, décadas después, se convertiría en tres trilogías en total (además de algunos títulos en clave de “spin off”), bajo la denominación genérica de Star Wars. Su personaje de Han Solo, un aventurero del espacio, descarado, simpático y sinvergüenza, cala con fuerza entre los públicos infantil y juvenil: entonces sí se puede decir con toda certeza que ha nacido una estrella. Las dos sucesivas entregas de la saga, El imperio contraataca (1980), dirigida por Irvin Kershner, y El retorno del jedi (1983), con puesta en escena de Richard Marquand, consolidarán esa extraordinaria popularidad.
Pero inmediatamente después del éxito de la primera, Harrison Ford buscará otros films de muy distinto signo, buscando con buen criterio no encasillarse en ese tipo de personajes. El más apreciable de estos títulos es La calle del adiós (1978), un sólido melodrama bélico de corte romántico, dirigido por el siempre solvente Peter Hyams. También tendrá su interés El rabino y el pistolero (1979), divertida comedia en clave de western, a las órdenes del gran Robert Aldrich. Aunque ya es famoso, Ford no rechazará un papelito en Apocalypse now (1979), la megalómana película de Coppola, probablemente para reforzar su carácter de actor versátil.
En 1981 Steven Spielberg (entonces en el descrédito más absoluto tras el fracaso en taquilla de su 1941) y George Lucas lo llaman para interpretar el papel de Indiana Jones en En busca del arca perdida, un regreso a las grandes aventuras de los años cincuenta, al cine pulp de esa época, con un guion modélico y una vibrante puesta en escena, que se constituye de inmediato en un gran éxito de público y de crítica. Las posteriores continuaciones de esa década, Indiana Jones y el templo maldito (1984) e Indiana Jones y la última cruzada (1989), todas con dirección de Spielberg, fijarán sólidamente las características de un personaje no demasiado lejano del Han Solo de la saga de Star Wars, el arquetipo de héroe moderno, acróbata, gallardo, un poco canalla, muy inteligente, un profesor de arqueología que no se queda en la teoría sino que la pone en práctica (¡y de qué forma...!).
Entre medias de esa trilogía del arqueólogo saltimbanqui de los años ochenta, Harrison Ford hace uno de los personajes de su vida, del mismo nivel (aunque en otro contexto) a los otros dos (lógicamente Han Solo e Indiana Jones) por los que tiene un lugar reservado en la Historia del Cine. Hablamos, claro está, del Rick Deckard de Blade Runner (1982), la magistral película de Ridley Scott que se basaba muy libremente en un relato corto de Philip K. Dick, una visión alucinada sobre el futuro (al que ya hemos llegado, por cierto: el pasado 2019, concretamente...) que era todo un tratado de filosofía y casi de metafísica, pero también una película que ha hecho escuela, en fondo y forma.
En esa misma línea de versatilidad que en aquella época cultivaba Harrison Ford, tras la trilogía del Doctor Jones se desempeña en personajes muy distintos, de nuevo buscando no encasillarse, no quedarse en la repetición del arquetipo que, a buen seguro, las productoras le pedían. Así, en el estimulante thriller con irisaciones románticas Único testigo (1985), del australiano Peter Weir, Ford será policía, amante y carpintero en una sola pieza, en el curiosísimo contexto de una comunidad religiosa “amish”; La costa de los mosquitos (1986), de nuevo para Weir, donde es un padre genial pero fanatizado por un pensamiento ultraecologista que lleva a la familia al desastre; el thriller Frenético (1987), de Roman Polanski, en el que buscará desesperado a su esposa (Emmanuelle Seigner, cónyuge por cierto del director) desaparecida en un París fantasmal; la comedia paleo-feminista Armas de mujer (1988), de Mike Nichols, donde acepta un papel secundario al de Melanie Griffith y Sigourney Weaver, estrellas del film; y el drama judicial Presunto inocente (1990), de Alan J. Pakula, en la que será un abogado implicado en un turbio asesinato.
Con A propósito de Henry (1991), Ford da una nueva vuelta de tuerca: el director Mike Nichols le permitirá hacer en la película dos papeles diametralmente distintos: el yupi triunfante, amoral y escandalosamente sin escrúpulos (quizá el primer personaje negativo de su carrera como estrella), y el ingenuo salvaje (no es gratuita la denominación) en la que se convierte cuando recibe un tiro en la cabeza. Lástima que la película “cante” tanto en su intención, hasta el punto de que termina siendo casi un film “de tesis”.
Pero lo cierto es que, a partir de estos primeros años de los noventa, y aunque intermitentemente (cada vez menos...) Harrison nos ofrece algún buen personaje, alguna película en la que parece seguir intentando escapar del arquetipo, el cine en el que ha venido interviniendo se ha ido haciendo cada vez más adocenado, más superficial, más simplemente comercial, de tal manera que, a veces, es difícil distinguir su rol entre una película y otra.
Pero eso será motivo del siguiente capítulo de esta serie...
Ilustración: Harrison Ford como Rick Deckard, en una escena de Blade Runner (1982).
Próximo capítulo: Harrison Ford (y II): vivir de las rentas