Enrique Colmena

Es una pena, pero la vigésima octava edición de los Premios Goya va a pasar a la posteridad más por una ausencia, la del ministro del ramo (que en España, a fecha de hoy, se denomina de Educación, Cultura y Deporte), que por los galardones en sí o la mayor o menor calidad de la ceremonia.

Vayamos por partes: ciertamente no es presentable que el ministro, José Ignacio Wert, declinara la invitación cuatro días antes de la gala de entrega de los Premios Goya, la noche más importante del cine español, aduciendo problemas de agenda que evidentemente, no habían surgido de la noche a la mañana: los Goya se sabe cuando se entregan desde hace por lo menos tres meses, así que a otro perro con ese hueso de la agenda. Su desmarque, obviamente, se debió al más que probable diluvio de quejas e invectivas que, en razón de su cargo, iba a recibir durante la gala.

Pero lo cierto es que ya estuvo en las dos anteriores, y en ninguna llegó la sangre al río, ni mucho menos. En la primera estaba recién llegado, así que no tuvo mayor problema, pero en la segunda, la del año 2013, el IVA cultural ya se había subido al 21% (desde el 8%) y no hubo linchamiento ni nada por el estilo. ¿Por qué este año, cuando además se insinúa desde el propio ministerio que se va a reducir el IVA al 10%, y se está preparando una serie de normas para favorecer el mecenazgo audiovisual, va el ministro y se hace el longuis? Misterio. Quizá ya no tenga ganas de más broncas, pero en ese caso es extraño en quien tiene a gala (y hasta ahora lo había confirmado con hechos) acudir a todos aquellos actos en los que, en función de su cargo, debía estar, y en los que ha aguantado carros y carretas.

Méritos para aguantar esos carros y carretas no le faltan, desde luego, porque su gestión no parece que haya sido precisamente meritoria, sino todo lo contrario. Pero es curioso que sea ahora, cuando parece que le quedan dos telediarios, quizá sacrificado próximamente en el ara de las cercanas elecciones europeas, cuando dé la espantá. A lo mejor se acordará del famoso (y escatológico) dicho hispano: para lo que me queda en este convento…

Pero dejemos ya al ministro y su mutis por el foro. Pasemos a la gala y los premios Goya. La primera podría decirse que no fue de las más brillantes que ha habido, pero tampoco desastrosa. Manel Fuentes es un buen conductor, con complicidad con el telespectador y el farandulero público de la sala, pero también es cierto que su humor es un tanto alambicado, y quizá en este tipo de actos se requiera una comicidad más directa, menos serpenteante: no están los ánimos para muchas divagaciones, ni entre el público en directo (que está cual flan pensando en si le darán, o no, el dichoso cabezón) ni entre la audiencia que sigue la ceremonia en sus hogares. Tampoco el número musical ofrecido fue como para tirar cohetes, con más desafinaciones de las que hubieran sido de desear y una coreografía como de fiesta de fin de curso de colegio. Quizá lo más ingenioso fue el “sketch” de los chicos de Muchachada Nui sobre un hipotético Premio a la Mejor Película No Rodada, que permitió un hilarante homenaje a las Pussy Riot, o las Femen, con un topless totalmente fake de Joaquín Reyes y una reivindicación en plan “al-revés-te-lo-digo-para-que-me-entiendas”.

Por otra parte, y como ya es tan habitual que no es noticia, los galardonados estuvieron en general pesadísimos en el agradecimiento de sus premios, siendo mentados todos y cada uno de los familiares y afectos, qué peñazo…

En cuanto a los premios propiamente dichos, la victoria en términos de calidad de los Goyas fue terminante: Vivir es fácil con los ojos cerrados (que nos ha permitido el juego de palabras del título de este artículo) se alzó con seis estatuillas, la mayor parte de ellas de primer nivel; es una película bonita de ver, bien dirigida, con un guión ingenioso y bien vertebrado, sobre un tema amable, que reconcilia con el ser humano (con lo difícil que está eso…), y con estimulantes interpretaciones, justamente reconocidas en el caso de Javier Cámara (al que ya le tocaba, después de seis nominaciones en balde), y la novel, andaluza y estupendísima Natalia de Molina, todo un esplendoroso futuro por delante, además de ser la premiada más nerviosa que se subió al estrado (con permiso de una Terele Pávez que también se emocionó hasta las lágrimas).

David Trueba, que también llevaba ya un buen montón de nominaciones sin estrenarse, consiguió aquí dos premios por director y guión; dentro de los agradecimientos fue uno de los más interesantes (para eso es escritor), y sus “speeches” estuvieron bien construidos y llegaron a los espectadores, directos o virtuales, con temas sentimentales pero también políticos.

El segundo ganador de la noche puede considerarse sin duda Las brujas de Zugarramurdi, que consiguió nada menos que ocho de los diez Goyas a los que era candidata; descartada ya con anterioridad como mejor película y dirección, el premio gordo era arrasar, como así hizo, en las categorías técnicas; fue un buen colofón para una comedia negrísima que quizá no ha sido demasiado bien acogida por la crítica, pero sí por el público.

Del resto se puede destacar La herida, que aunque sólo consiguió dos de los siete premios a los que optaba, iba un poco de tapada, teniendo en cuenta que se trataba de una opera prima y que no tenía detrás el poderío de la industria. Muy merecido el galardón a mejor director novel para el sevillano Fernando Franco, de profesión (magnífico) montador, que aquí ejercía por primera vez (y tan bien) como director, y también más que justificado el premio a la mejor actriz protagonista para Marián Álvarez, insuperable en su hosca composición de la protagonista del filme.

La gran familia española, de Daniel Sánchez Arévalo, fue una de las perdedoras de la noche. La comedia del autor de Azuloscurocasinegro partía con once candidaturas, y los dos premios menores que obtuvo debió saber a poquísimo. Aunque para derrotas las de 3 bodas de más y 15 años y un día, películas que optaban a siete Goyas cada una y no se llevaron ni uno solo.

Se palpaba en el ambiente, sobre todo en las proclamas de los premiados, un sordo temor por el futuro: la producción del cine español en 2013 se ha desplomado, aunque no tanto como se preveía, y la taquilla, sobre todo, ha entrado en barrena, con un cuarenta por ciento menos de recaudación que en 2012. Las subvenciones siguen la tónica de aquella vieja película de Javier Aguirre, Pierna creciente, falda menguante (en la parte de la falda, se entiende), y aunque hay rumores, como hemos comentado, sobre la futura reducción del IVA cultural y la incentivación fiscal del mecenazgo audiovisual, todos son rumores, y con rumores no se tiene trabajo ni se come.

Malos tiempos para la lírica, también para la cinematográfica, si me aceptan el símil esdrújulo. No queda otra que seguir luchando, en los platós, pero también en los despachos: si 2014 va a ser un año de crecimiento en la economía hispana, o al menos eso se espera, a ello no puede ser ajeno el cine español. Si el partido del gobierno no tuviera la desconexión con el pensamiento ciudadano que sus hechos delata, sabría que un cine fuerte es una de las mejores tarjetas de presentación de un país en el extranjero.

Nota a pie de página: Querido Enrique González Macho: si el año que viene sigues siendo Presidente de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España, y te corresponde, por tanto, leer de nuevo el discurso institucional, por favor, no lo leas tan atropelladamente; con ello sólo consigues dos cosas: una, demostrar que no sabes leer en público; y dos, que la audiencia, en la sala y en su casa, no se entere de la mitad de lo que dices. Tu discurso no estuvo falto de razón, y hubo cosas muy interesantes en él; pero, hijo mío, costaba la propia vida enterarse…

Pie de foto: Natalia de Molina, exultante con su Goya a la Mejor Actriz Revelación por Vivir es fácil con los ojos cerrados.