Julio Coll es uno de los guionistas y directores españoles más interesantes de las décadas de los cincuenta y sesenta. Intentó, y con frecuencia lo consiguió, hacer un cine que trascendiera la elementalidad de la cinematografía española de la época, un cine en el que tenía cabida el thriller, el policíaco, el drama, incluso el ensayo fílmico.
Lejos de la beatería gazmoña de la época, el cine de Coll, cuando habla de moral o ética, lo hace desde una perspectiva laica, ajena a la mojigata retórica religiosa típica del franquismo. Aquí tenemos precisamente esa ética civil, esa moral ciudadana, la que nos habla del efecto dominó, el que habla de que toda acción tiene su consecuencia, de cómo hechos realizados sin cabeza pueden precipitar eventos trágicos en otras personas, en otras vidas.
El protagonista es un vivalavirgen que vive de lo que saca a mujeres, generalmente extranjeras, que visitan Barcelona al calor de la modernidad del turismo, mujeres que buscan diversión fácil en compañía de guapos machos españoles. Pero del protagonista está perdida y secretamente enamorada una chica que, a su vez, es requerida de amores por un campeón de boxeo que quiere casarse con ella. Cuando la chica descubre la forma en la que vive su amado, algo en ella se rompe, quizá definitivamente…
Coll retrata los ambientes barceloneses del incipiente cosmopolitismo de finales de los años cincuenta, una vez dejada atrás la negra etapa de la postguerra con su secuela de estraperlos, gasógenos, cartillas de racionamiento y hambre. La España nueva se abría a nuevas posibilidades, pero también a sórdidas formas de vida, en las que la francachela es la norma y el trabajo no ya la excepción, sino el enemigo a batir. Entre el drama y el cine negro, espléndidamente fotografiada en blanco y negro por Salvador Torres Garriga, con música del exquisito Xavier Montsalvatge y del maestro Solá, Un vaso de whisky confirma que el talento revelado en la anterior película de Coll como director, Distrito Quinto, era genuino, un cineasta poderosamente dotado para hacer un cine de verdad, un cine perfectamente equiparable al que se hacía en Europa o en Estados Unidos en esas fechas. Que ese cine no prosperara y fuera otro, el de la españolada, el que ganó la partida, será un baldón para el país y para el público que lo consintió y lo alentó.
Entre los intérpretes nos quedamos con la chulería de un Arturo Fernández que en estos primeros años de su carrera hizo notables filmes, en los que compuso personajes generalmente deleznables, poco habituales en la cinematografía española. Entre ellas destaca la belleza serena y sosegada de Rossana Podestà, que llegó a trabajar junto a Kirk Douglas en Ulises, de Mario Camerini, dentro del cine de romanos o “peplum” que tuvo su edad de oro durante los años sesenta, a raíz del éxito de Espartaco, de Kubrick.
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