bluf
Del ingl. bluff.
(...)
2. m. Persona o cosa revestida de un prestigio falto de fundamento.
(...)
(Extraído del Diccionario de la Lengua Española de la RAE)
El estreno de Vida oculta nos permite hablar monográficamente, como ya anticipamos en su crítica, sobre Terrence Malick, su guionista y director, su autor absoluto. Como el lector imaginará por la cita al DRAE que encabeza este artículo, no tenemos precisamente la mejor de las impresiones sobre este cineasta, lo que intentaremos explicar a lo largo de este texto.
Nacimiento, formación
Terrence Malick nació en 1943 en Ottawa, una pequeña población del estado de Illinois de poco más de 18.000 habitantes. Realizó sus estudios primarios y secundarios en la Escuela Episcopal San Esteban, en Austin, Texas, y los universitarios en Harvard, Massachusetts, donde se graduó cum laude en Filosofía. Posteriormente, con una beca Rhodes, realizó un postgrado en la Universidad de Oxford, en el Reino Unido, aunque no llegó a terminarlo. De vuelta a Estados Unidos, el joven Terrence comienza a impartir clases de Filosofía en el célebre MIT de Massachusetts, para posteriormente adentrarse en la formación puramente cinematográfica al cursar un MFA (Master of Fine Arts, Maestro en Bellas Artes) en el American Film Institute, donde se gradúa con el corto Lanton Mills (1969).
James Dean, quizá Salinger, tal vez Whitman
La primera película de largometraje de Terrence Malick será Malas tierras (1973), que sorprende considerablemente. Ambientada en eso que se suele llamar la “América profunda”, y cronológicamente situada a finales de los años cincuenta, cuando la explosión del rock, de Elvis, del James Dean de Rebelde sin causa, estaba en plena eclosión, cuenta la historia de dos jóvenes, Kit (Martin Sheen) y Holly (Sissy Spacek), él un “malote” muy deaniano (incluso físicamente Sheen en aquella época tenía un razonable parecido con el mítico Jimmy Dean) y ella la típica pánfila que se enamora del chico equivocado. Cuando el padre, el peckinpahiano Warren Oates, se oponga taxativamente a la relación, será asesinado, y la pareja emprenderá una huída sin horizonte hacía las “tierras baldías” (de ahí el título) de Montana, a la manera de unos Bonnie & Clyde pero sin el carisma ni el “charme” de la famosa pareja de gánsters.
Tenemos para nosotros que Malas tierras es seguramente la mejor película de Malick, cuando aún no se había embriagado de su propia egolatría, creyendo ser el poeta que no es. Tiene el film una belleza ciertamente surreal, a pesar de que tuvo que contar con hasta tres directores de fotografía distintos, en un rodaje en el que los técnicos iban y venían por los graves problemas económicos que el film padeció, al contar con un presupuesto más bien raquítico. Pero el resultado, por encima de los problemas de rodaje, fue ciertamente fascinante, una historia muy apegada al momento histórico que relata, ese final de los años cincuenta cuando una nueva juventud se abría camino osadamente con sus propias reglas, a menudo unas reglas que rompían la baraja de la convivencia y se convertían en un camino de perdición. La fascinación por el sexo joven, airado e irredento, la lírica del marginal, un poco a la manera de El guardian entre el centeno, de Salinger, pero también la épica del Walt Whitman del hermoso “Oh, capitán, mi capitán”, está en Malas tierras, que recurre con brillantez a la música de, entre otros, Carl Orff, y con una muy apropiada interpretación de Sheen y Spacek, esta unos años antes de saltar a la fama por su rol protagonista en Carrie (1976), de Brian de Palma. La película se estrenó con gran éxito en el Festival de Nueva York, consiguiendo ser distribuida a nivel internacional por Warner.
Los supuestos hermanos en la Tierra Prometida
Una de las características de la carrera de Malick es la de la generalmente notable distancia temporal entre cada rodaje, aunque esa circunstancia (para nuestro pesar...) se ha corregido en las últimas décadas, justamente cuando su cine se ha vuelto insufrible... El caso es que, a pesar de la buena acogida que Malas tierras tuvo en, sobre todo, los circuitos de cine erudito de la época, lo cierto es que Terrence tardará cinco años en rodar su segundo film. Será Días del cielo (1978), que reincide en el universo esteticista y poético que ya ensayó en su primera película y que, en puridad, ha seguido manteniendo durante toda su carrera, si bien es verdad que con muy distintos resultados, sobre todo en los últimos tiempos. Así, tanto en Malas tierras como en Días del cielo, aunque con una cierta tendencia a la vacuidad argumental, las historias se sostenían razonablemente bien, adobadas por el preciosismo formal, por el tono lírico y a ratos casi místico.
La acción de Días del cielo se ambienta en 1916, durante la Gran Guerra pero en Estados Unidos, concretamente en Chicago, desde donde una joven pareja, Bill (Richard Gere) y Abby (Brooke Adams), junto con la hermana de Bill, Linda (Linda Manz), todos ellos sumidos en una pobreza extrema, deciden viajar a Texas, la que esperan sea su tierra de promisión; allí trabajarán a las órdenes de un acaudalado granjero (Sam Shepard), que se enamora de Abby, quien ha sido presentada como hermana de Bill y no como su pareja, lo que, a la larga, desencadenará el drama.
Con una bellísima fotografía del hispano-cubano Néstor Almendros, que le reportaría el único Oscar que consiguió en su admirable carrera, y con la lánguida música que Ennio Morricone compuso para Días del cielo, la película de Malick buscaba con acierto acercarse a un triangular conflicto romántico en el que habrá implicaciones no solo amorosas, sino también de clase: la pobreza contra la riqueza, el amor puro contra la conveniencia, la devastación económica contra la estabilidad que da la seguridad, en una película (como todas las de Terrence) evanescente, tan hermosa como, es cierto, a ratos vacía. Buen trabajo interpretativo de un Gere todavía lejos de ser el icono sexual masculino en que se convertiría años después, y de una Brooke Adams que, lamentablemente, a pesar de su notable capacidad interpretativa, no ha llegado a triunfar plenamente.
Veinte años no es nada...
Aunque Días del cielo gozó de predicamento y de una taquilla razonable, teniendo en cuenta el tipo de producto que era, consiguiendo incluso cuatro nominaciones al Oscar (solo Almendros, como queda dicho, conseguiría el suyo), lo cierto es que Malick, tras este film, entra en un largo período de hibernación cinematográfica. Se traslada a Francia, donde casa con una mujer del país y se gana la vida dando clases; durante veinte años estará alejado del cine, dando la impresión de que esa marcha es definitiva.
Pero tras divorciarse de su esposa gala, Malick vuelve a Estados Unidos y reemprende su carrera, ahora con la adaptación al cine de la novela de James Jones (el autor del libro adaptado en De aquí a la eternidad) La delgada línea roja (1998), una versión muy malickiana en la que ya se puede observar la tendencia a la solemnidad hueca, a la estética relamida y estéril que se enseñorearía de su futura filmografía. Aquí, de todas formas, aún mantiene Terrence el tipo con una historia que, si bien con demasiada frecuencia busca lo poético (o lo ripioso, según se vea...), resulta aún una trama coherente, con una interesante línea argumental que describe los combates en 1942, en la isla Guadalcanal, en el Pacífico, entre los soldados norteamericanos y los japoneses, en una historia que busca explorar líricamente la heroicidad y la demencia, esas hermanas gemelas con tan distinta –o no...-- cara, y que un repartazo lleno de actores muy conocidos (Sean Penn, Nick Nolte, John Cusack, Woody Harrelson, John Travolta, George Clooney, entre otros muchos) hizo que el presupuesto se disparara hasta los 52 millones de dólares, a pesar de lo cual la recaudación mundial casi duplicó esa cifra.
Con este film, nominado para 7 Oscar, de los que no consiguió ninguno, se empieza a cimentar la leyenda de un cineasta con una tendencia suicida e inane al preciosismo, a filosofar y poetizar en vacío, a filmar metrajes extremadamente dilatados sobre la mera nada. Se empieza entonces también a perfilar los bandos de sus admiradores y detractores; no hace falta que digamos dónde nos situamos nosotros, y eso que todavía entonces no le negábamos el pan y la sal...
Pero esa será ya materia de la siguiente entrega de este díptico...
Ilustración: Martin Sheen, en una pose muy “deaniana” de Malas tierras (1973).
Próximo capítulo: Terrence Malick: bluf (y II). ... encontró la forma de aburrir