Enrique Colmena
El estreno de “Ultravioleta” vuelve a poner de moda el género de vampiros, bien es cierto que de aspecto tan lejano al que conocimos los que ya tenemos alguna edad. Los de ahora son vampiros de diseño, y seguramente no han surgido por casualidad. Intentaremos dar algunas claves sobre este curioso fenómeno de la transformación del elegante y caballeresco conde Drácula en estos “no-muertos” que, entre otras cualidades, tienen la de bailar música “techno” en discotecas hasta el amanecer (no después, claro, por obvias razones…).
Como decía el chusco, empecemos por el principio… El mito del vampiro, el muerto redivivo que ronda de noche las casas de los incautos para chuparles la sangre, se pierde en la noche de los tiempos. El cine lo incorporó pronto a su imaginario, y el más famoso vampiro del cine mudo fue, sin duda, el que propuso F.W. Murnau en 1922 en “Nosferatu”, que planteaba una iconografía del vampiro (cráneo totalmente rasurado, dientes delanteros monstruosamente hipertrofiados, mirada gélida) que tendría cierta repercusión en nuestros tiempos modernos: recuérdense, por ejemplo, la nueva versión de este clásico germano que a finales de los setenta perpetró Werner Herzog, con Klaus Kinski como (improbable, es cierto) vampiro; y también debe recordarse, no por la calidad del empeño, pero sí por la escalofriante caracterización, al “no-muerto” de la serie televisiva “El misterio de Salem’s Lot” (que en España se vio en cines, en un montaje “ad hoc”, con el engañoso título de “Phantasma II”), sobre una novela de Stephen King.
A aquel vampiro alemán de la época silente le tomó el relevo en 1931 “Drácula”, dirigida por el maestro del horror Tod Browning, con el legendario Bela Lugosi como elegantísimo, gótico conde transilvano, todos bajo la férula de la Universal, que repetiría éxito en una serie de filmes con el vampiro por antonomasia, y que se convertiría, durante aquellos años, en la referencia obligada sobre el mito. Tendrían que pasar varias décadas hasta que otra productora, la Hammer británica, desempolvara el tema y, en 1958, lanzara “Drácula”, con Terence Fisher en la dirección y Christopher Lee en el personaje central, que le conferiría a su papel un toque sutilmente sensual, incluso sexual: un hombre alto, de rasgos machos, con una mirada un punto libidinosa, dispuesto a beber la sangre del cuello de bellas mujeres… Más que suficiente para una época en lo que el máximo de erotismo que se veía en pantalla era un beso que no durara más de tres segundos (gentileza del Código Hays) por supuesto sin lengua... Lee protagonizó varias secuelas, hasta que a mediados de los años setenta, ya agotado este venero, el cine americano hizo una versión comercial del vampiro que daba un paso más en esa veta erotizante: “Drácula”, dirigida en 1976 por John Badham, proponía a un seductor Frank Langella (pasado el tiempo ha quedado para hacer malos de opereta: lo que hace el paso de los años…), que ya, directamente, incidía en escenas de cama, bien que nimbadas de cierto romanticismo. Por supuesto que el último gran Drácula (el de Badham no lo era, desde luego) fue el que Francis Ford Coppola rodó en 1992: “Drácula de Bram Stoker” era una visión ultragótica, escenográficamente espléndida, aunque ciertamente irregular, a lo que no fue ajeno un rodaje lleno de problemas de producción; claro que cuándo no ha ocurrido eso en el cine de Coppola… Gary Oldman era un vampiro escalofriante, aunque por momentos, cuando aparecía con aquella especie de peineta medieval y medio kilo de maquillaje en la cara, parecía más bien una “drag queen”. Pero el resultado fue una renovación del mito, a pesar de que lo que hizo Coppola fue, precisamente, volver a los orígenes, a la novela de Stoker, y hacer una revisitación a partir de ahí.
Desde entonces no hemos tenido una historia de vampiros a la antigua usanza, y esta variante del género de terror ha virado, con arreglo a los tiempos, a otras imágenes e incluso otras propuestas. Quizá el adelantado a esta nueva visión del vampiro de diseño fue “Lifeforce”, un filme de Tobe Hooper que, en fecha aún temprana para ello, 1985, proponía un bebedor de sangre humana venido del espacio. No tuvo gran éxito, pero abrió caminos. Pero el honor (si se le puede llamar así) de establecer los primeros pasos de lo que sería, con el tiempo, este subgénero, corresponde a “Entrevista con el vampiro”, la versión al cine que Neil Jordan realizó en 1994 sobre la novela seminal de Anne Rice, con un costeado reparto que incluía a Tom Cruise en uno de sus escasos papeles de villano, un seductor Lestat de cabellos rubios; aquí ya empiezan algunas de las nuevas influencias del género: el diseño escenográfico es barroquizante, con tendencia a integrar tendencias arquitectónicas postmodernas con ambientes teóricamente retro; temáticamente, se da entrada por primera vez en el mito vampírico, aunque veladamente, a las relaciones homoeróticas: de hecho, los vampiros mantienen entre sí unas ambiguas relaciones y sus diálogos resultan equívocos, más de amantes que de amigos.
Robert Rodríguez, con producción y guión de su cuate Quentin Tarantino, perpetra dos años después lo que podría considerarse la antítesis de “Entrevista…”: “Abierto hasta el amanecer” presenta unos vampiros monstruosos, lejos del “glamour” de los de Neil Jordan y Anne Rice, pero también aportan novedades: aquí, la frescura cínica y un punto neurasténica del cine tarantiniano, trufado de un humor salvaje, entroncando clarísimamente con la gente joven, “teen” y veinteañeros, que desconocen los códigos de los vampiros personificados por Lugosi, Lee u Oldman, pero que buscan un cine de terror próximo, que les hable en su lenguaje y esté lleno de sus iconos: música, parafernalia, sarcasmo, desvergüenza juvenil.
En 1998 Stephen Norrington da comienzo a una de las sagas más innovadoras en la temática vampírica: “Blade” presenta a un “no-muerto” redimido, con el perfil hierático (y los músculos neumáticos) de Wesley Snipes, que se dedica precisamente a matar a sus congéneres, como si a Van Helsing, el fiero enemigo de Drácula, le hubieran salido colmillos. Las novedades son evidentes: música “techno”, vampiros que danzan hasta reventar en discotecas futuristas, estética postmoderna, cuero negro, motocicletas de última generación, aerodinámicos coches deportivos… el diseño triunfaba. Además, los planos de cuellos mordidos resultaban sustituidos por impactantes escenas de acción en las que los vampiros, Blade incluido, parecen ser alumnos aventajados de Bruce Lee… La saga o franquicia tuvo su continuación en 2002 con “Blade II”, dirigida por el mexicano Guillermo del Toro, que le confirió una cierta impronta “de autor”, sin por ello perder sus características principales. La tercera parte, sugerentemente titulada “Blade: Trinity”, a las órdenes del guionista David S. Goyer, bajó el nivel tanto en los aspectos artísticos como en los de taquilla, pero el nuevo héroe (quizá antihéroe, dadas sus características) ya está definido, y su aportación al mito y a la actualización del vampiro ha sido importante.
En esa misma línea, pero recuperando algunos símbolos del pasado, “Van Helsing”, dirigida en 2004 por Stephen Sommers, retoma el papel del antagonista por antonomasia del Drácula stokeriano, aunque con una visualización y ropajes que engarzan la tradición gótica con el diseño vanguardista. El resultado no fue muy bueno, pero era otro peldaño más en esta fase ya apoteósica del vampiro de diseño. En 2003 y 2006 se estrenaron los dos capítulos (hasta ahora) de “Underworld”, donde una vampiresa vestida de cuero y con extraordinarias dotes como heroína de acción encabeza la lucha contra la raza de los licántropos. De nuevo música contemporánea, ropa de diseño, escenografía de modernidad rutilante, con espacios geométricos en los que reinan la línea recta y la luminosidad cenital.
La última aportación, por ahora, a estos nuevos vampiros de diseño, es “Ultravioleta”, una serie B norteamericana, donde los “no-muertos” han sido sustituidos, muy en consonancia con los tiempos, por mutantes procedentes de seres humanos infectados de un virus generado en laboratorio: ¿les suena? Un trasunto del VIH, efectivamente, algo que era inevitable que, más tarde o más temprano, apareciera en el género vampírico, dado que el nexo común entre sida y vampirismo es la sangre, bien que por motivos muy distintos.
Así las cosas, está claro que los nuevos vampiros seguirán avanzando en esta evolución por lo demás previsible: si el público aficionado al cine actual es, por número, mayoritariamente veinteañero, es inevitable que los géneros se adapten a sus gustos. Así que, ojo al parche: no será demasiado raro que, no tardando mucho, los vampiros, en vez de dedicar sus noches a buscar cuellos jóvenes que morder, se dediquen a jugar a la Playstation…