Enrique Colmena

El estreno de “Teresa, el cuerpo de Cristo” pone de actualidad la forma en que el cine ha afrontado la vida de los santos de la Iglesia (la católica, se entiende) en España. Y lo cierto es que, como tantas veces en este país nuestro, hemos pasado de un extremo al otro. Durante el franquismo la vida de los santos cristianos fue tratada, como era de prever, de una forma almibarada, totalmente elogiosa, sin sombra alguna. El régimen franquista, del que formaba parte esencial el nacionalcatolicismo de la época, llevó al cine con cierta frecuencia la vida de diferentes santos, siempre con un tono que cuadraba bien con el sentimiento ultramontano de las clases dominantes de aquel tiempo en España; cabría recordar algunos ejemplos, como “Molokai, la isla maldita”, dirigida en 1959 por Luis Lucia, sobre el padre Damián, el abnegado religioso que se entregó al cuidado de los leprosos, o “Fray Escoba”, rodada en 1961 por Ramón Torrado, sobre el fraile del título.
Habría que esperar hasta la llegada de la Transición y, sobre todo, de la democracia, para que los santos tuvieran otro tratamiento, más realista, más veraz: en 1978, por ejemplo, el andaluz Miguel Picazo llevaría a la gran pantalla la vida de San Juan de Dios en la interesante “El hombre que supo amar”, que se alejaba de la estampita y reflejaba la tortuosa existencia de este hombre bueno que consiguió, en pleno siglo XVI, la proeza de instituir una orden que se preocupaba exclusivamente de los pobres y los desamparados. Ese mismo año, pero en un tono muy distinto, provocativo y un punto soez, Carles Mira dirigió una muy peculiar biografía de San Vicente Ferrer en “La portentosa vida del Padre Vicente”, martillo de herejes y de judíos. Pero seguramente la obra maestra audiovisual sobre santos españoles corresponda a un medio no estrictamente cinematográfico: la miniserie televisiva “Teresa de Jesús”, grabada en 1984 por la cordobesa Josefina Molina, supone la más madura puesta en escena sobre un santo que se haya hecho en nuestro país, la cumbre de la interpretación de una actriz tan dúctil como Concha Velasco, en el que directora y protagonista supieron dar la dosis exacta de santidad y humanidad, de hablar del sentido cristiano de la santa de Ávila, pero también, y de qué forma, de su inmenso, hondísimo talento literario y de su atormentada alma humana.
Carlos Saura llevó a la pantalla en 1989 la vida del otro gran místico español, San Juan de la Cruz, en la extraña “La noche oscura”, donde Juan Diego ponía el rostro al extraordinario clérigo rapsoda, y en el que los éxtasis y las tentaciones tenían formas seductora, femeninamente curvas.
La nueva versión que Ray Loriga ha hecho de la vida de Santa Teresa de Jesús cae, a la inversa, en el mismo defecto en que incurrían los santitos del franquismo: si aquéllos eran todos tan buenos que resultaban empalagosos, por no decir otra cosa, Loriga presenta una santa que parece cualquier cosa menos eso: no ya es que tenga dudas (de las que no andaba precisamente escasa la gran poetisa castellana), sino que era un puro titubeo ambulante; los religiosos que la acompañan (salvo algún caso: Francisco de Borja, Fray Pedro de Alcántara) son todos unos hijos de la chingada, por decirlo de una manera suave (en España, que en México bien crudo que es); lo espiritual no es sino puro orgasmo sublimado… En fin, lo dicho: los extremos se tocan, y tan disparatados eran los santos de estampita del régimen franquista como estos rijosos, bellacos y malandrines que nos presenta Loriga en su (no)película.