Paco Cabezas (La Puebla de Cazalla, Sevilla, 1976) está haciendo cine desde principios de siglo, primero dentro de temáticas y estéticas digamos “underground”: el desopilante mediometraje Invasión travesti (2000) y el corto Carne de neón (2005) podrían encuadrarse en esa denominación; posteriormente salta el Charco y se va a Argentina, donde hace la potente y muy interesante Aparecidos (2007), que combinaba con gran desenvoltura temas en principio tan antitéticos como la represión durante la dictadura de Videla et alii y una historia de fantasmas. De vuelta a casa filmó de nuevo, ahora en versión largometraje, Carne de neón (2010), con la emergente estrellita Mario Casas, una historia deliberadamente feísta en un universo marginal. Fichado por Hollywood, Cabezas rueda Tokarev (2014), a mayor gloria de Nicolas Cage, pero con algunos apuntes creativos muy interesantes y que, sobre todo, le abre la puerta de la industria norteamericana, donde desde entonces está radicado, apareciendo su firma en numerosos capítulos de series como Penny Dreadful, Dirk Gently, The strain o la popular Fear the walking dead, entre otras muchas.
Ahora Cabezas vuelve a su Sevilla natal para rodar, con las americanas maneras que ha aprendido brillantemente en Estados Unidos, un thriller que presenta una historia racialmente sevillana, ambientada en el gueto de las Tres Mil Viviendas (conocido coloquialmente por el apócope “las Tres Mil”), un barrio marginal construido entre los años sesenta y setenta del pasado siglo XX, inicialmente concebido como barrio obrero pero al que algunos de sus núcleos (fundamentalmente, la barriada Martínez Montañés, conocida popularmente como Las Vegas), le ha dado (justa, para que vamos a decir otra cosa...) fama de zona peligrosa, donde toda delincuencia es posible, una zona donde la propia Policía se lo piensa dos veces antes de entrar.
Juan Santos es un preso que sale de la cárcel con un permiso para asistir a la Primera Comunión de Estrella, la hija que tiene con su mujer, Triana. En el banquete es tentado por sus familiares para que vuelva a delinquir con ellos, cuando el hombre lo que quiere es enderezar su vida y disfrutar de su familia cuando pueda salir definitivamente de prisión. De regreso a su casa, el coche familiar es embestido por otro, que se da a la fuga. Estrella muere, y Juan, roto de dolor, jura vengarse de lo que intuye no ha sido un accidente...
Cabezas ha hecho con Adiós una curiosa mezcla: por un lado, la racial historia que comentamos, ambientada en uno de los barrios con peor fama de Sevilla, con una trama plena de elementos de la tierra, desde el acento andaluz a los personajes, que parecen sacados (hasta los policías...) de las susodichas Tres Mil; por otra parte, Cabezas rueda como si estuviera haciendo otra vez Tokarev, o alguno de los capítulos de las muchas series rodadas en los USA. Cine andaluz, entonces, pero con técnicas de rodaje y “look” yanquis.
Lástima que, con esa atractiva puesta en escena, el guion no termine de convencer, plagado de personajes tópicos (los policías corruptos, hechos de una pieza; los matones, acartonados y sin relieve) y con frecuencia sin desarrollar (la policía que busca hacer justicia, de la que apenas llegamos a saber más que tiene algún trauma pasado; la pareja de “maderos” que son padre e hijo, cuya relación amor/odio apenas está esbozada); unas vueltas más a ese guion hubiera podido permitir que la historia fuera más convincente, más verosímil, ya que la realización de Cabezas es tan brillante y vigorosa.
La utilización de las Tres Mil como plató real se revela como todo un éxito, y la ambientación de la historia en el submundo de la barriada, también. De hecho, si los yanquis tienen su Bronx y su Harlem, en Sevilla tenemos las Tres Mil, que poco tienen que envidiar a aquellos barrios tantas veces reflejados por el cine como zona de guerra en la que “gangs” italoamericanos y afroamericanos imponen su ley a sangre y fuego. El cine de ficción apenas si se ha atrevido a acercarse al barrio “quinqui” por excelencia de Sevilla (con permiso de El Vacie...), aunque el documental sí lo ha hecho (cfr. Polígono Sur. El arte de las Tres Mil, de Dominik Abel); quizá esta sea la primera de las muchas historias que caben en el castigado barrio.
Esforzado trabajo de Mario Casas, aunque su empeño en conseguir un aceptable acento andaluz (salvo en el fonema “sh” andaluz, por ejemplo, “babusha”, que no le sale bien ni a tiros) juega en contra de su convicción interpretativa; mucho mejor está, como siempre, Natalia de Molina, la actriz jiennense que todavía estamos esperando la primera vez en la que no nos parezca excelsa, aquí en un personaje en el que es fácil pasarse tres pueblos, el de una madre lumpen que acaba de perder a su niña y se debate entre el deseo de venganza y la necesidad de seguir adelante, que ella hace como siempre, con una naturalidad pasmosa y con una sabiduría que parece que se ha tragado a una vieja; del resto nos quedamos con la seguridad y la rara capacidad para hacer villanos de Vicente Romero, uno de los mejores actores de reparto actuales, y, sobre todo, la fuerza impresionante de Mona Martínez en el personaje de la “mamma” Santos, un rol que hubiera merecido un mayor desarrollo (volvemos a los problemas de guion...), porque lo estaba pidiendo a gritos. Y Salva Reina, claro, aquí afortunadamente tan lejos del “Jozé” de Allí abajo...
(26-11-2019)
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