Definitivamente, el escritor norteamericano Philip Roth no tiene suerte con las adaptaciones de sus novelas al cine. Y eso que entre los cineastas que han trasladado sus textos al cine ha habido gente valiosa como Robert Benton, que lo hizo con La mancha humana (2003), o Isabel Coixet, que versionó El animal moribundo en su filme Elegy (2008). Tampoco Ewan McGregor ha conseguido dar en la diana.
Y es que, de entrada, no parece que el por lo demás interesante actor escocés fuera la persona idónea para llevar a la gran pantalla la compleja novela rothiana. McGregor hace con este su primer largometraje como director en solitario; su experiencia anterior en este campo se limita a la dirección de un segmento dentro del filme coral Tube tales (1999), hace ya demasiados años. Se entiende que la historia contada por Philip Roth le interesara y fascinara, pero ciertamente no era el cineasta adecuado para llevarlo a cabo.
La novela de Roth, con la que ganó el Premio Pulitzer y la Medalla Nacional de las Artes, está considerada como uno de los grandes monumentos de la literatura norteamericana contemporánea. Narra la historia de una típica familia USA, formada por un judío y una católica, lo más parecido a una pareja idílica; él, gran deportista en la universidad, guapo y agradable, heredero de una mediana y próspera empresa; ella, reina de las fiestas, hermosa e inteligente. Tienen una preciosa niña, algo acomplejada por su tartamudez. Pero cuando la chica alcanza la adolescencia, la habitual rebeldía de esa etapa se tornará peligrosísima cuando se une a grupos antisistema que boicotean la guerra de Vietnam mediante bombas.
American pastoral relata, en clave de ficción, hechos reales de la historia de Norteamérica. Existieron, efectivamente, grupos de resistencia anticapitalistas, surgidos a partir del movimiento contrario a la guerra del Vietnam, que bebió en las teorías de la universidad de Berkeley y en el movimiento hippie, aunque estos grupos iniciaron una deriva violenta que les llevó a estallar bombas en centros oficiales que se llevaron por delante la vida de gente corriente que, por supuesto, nada tenía que ver con la guerra del Vietnam ni con el apaleamiento de los negros. Esos hechos históricos, y sus consecuencias, han sido llevados a la pantalla con anterioridad, lógicamente pasados por el tamiz de la ficción, en filmes como Un lugar en ninguna parte (1988), de Sidney Lumet, y Pacto de silencio (2012), de Robert Redford, e incluso aparecieron como tema principal en un famoso episodio de Los Simpson.
Aquí el drama se centra, más que en los hechos violentos realizados por la hija del matrimonio protagonista, en la relación de esta con su padre, y sobre todo en la búsqueda desesperada por parte del progenitor de la hija y de la verdad sobre lo que ocurrió, a lo que consagrará el resto de su vida. Pero para ello hubiera hecho falta un cineasta con más personalidad que un Ewan McGregor al que se le ve bastante verde. Filma con corrección, sin duda, pero también sin alma; su película, pulcramente manufacturada, carece de la necesaria intensidad emocional, a pesar del esforzado trabajo de los intérpretes, que exigía el texto rothiano. McGregor como director no es un estilista, y, sin llegar a ser vulgar, su tono es corriente, aseado, pero a ratos algo pedestre.
Hay un drama intensísimo en esta historia que no termina de aflorar en la película: ese amor desmedido, absoluto, del padre hacia la hija, esa necesidad vital de entender por qué tiró su vida por la borda, qué hizo mal él como padre para que la chica tomara un rumbo tan desquiciado, no termina de verse en la pantalla, no está en las imágenes que voluntariosamente filma el neófito cineasta. Tampoco juega la baza de los detalles, como ese álbum de Audrey Hepburn en el que podría condensarse simbólicamente la feliz infancia de la niña, cuando todo era perfecto, sin barruntar que el destino les esperaba agazapado a la vuelta de la esquina.
Con hermosa música del francés Alexandre Desplat y magnífica fotografía del alemán Martin Ruhe, el escocés Ewan McGregor, entonces, no termina de conseguir la película que, definitivamente, haga honor al talento de Philip Roth. El propio McGregor realiza una meritoria interpretación del protagonista, el ideal capitán universitario, después el hombre zarandeado por el destino. Jennifer Connelly, actriz de extraordinaria sensibilidad, tiene una tarea complicada en su personaje, con trastornos de personalidad que resultan a veces en cambios de comportamiento demasiado bruscos. La jovencísima Dakota Fanning, que ya apuntaba maneras de gran actriz de niña en películas como La guerra de los mundos (2005), afronta el difícil papel de la adolescente que se radicaliza por un quítame allá esas pajas, en un “tour de force” muy complejo que ella resuelve razonablemente bien, aunque es cierto que sus reacciones en esa fase del filme resultan forzadas e incluso un tanto artificiales, aunque habría que culpar de ello a unos diálogos no precisamente excelsos.
Un inteligente final, con un plano de espaldas que resume en sí mismo toda la historia, señala el camino que hubiera sido el adecuado para afrontar esta esforzada y honesta adaptación rothiana que, sin embargo, tampoco esta vez ha dado en el clavo.
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