Otto Preminger fue un cineasta que nació en el entonces llamado Imperio Austro-húngaro, en una localidad de lo que hoy es Ucrania, aunque su familia emigró siendo Otto niño a un pueblo de Austria, donde creció y se formó. Preminger comenzó a hacer cine en su país de acogida a partir de 1931, pero pronto, con la ascensión al poder de Hitler en Alemania y la creciente amenaza hacia los judíos (los Preminger eran de esa raza), el cineasta emigra a Estados Unidos, país en el que se afincará ya para el resto de su vida. En Norteamérica Preminger consiguió fama de cineasta profesional y solvente, y a lo largo de su carrera consiguió varias películas justamente recordables, además en géneros muy diversos, como el “film noir” o cine negro en Laura (1944); el musical entonces arriesgadamente antirracista en Carmen Jones (1954), adaptación al universo de Harlem de la inmortal ópera de Bizet; la epopeya sionista en Éxodo (1960); el thriller político en la percutanteTempestad sobre Washington (1962); o el drama filocristiano en El cardenal (1963).
Otra de sus grandes películas sería esta Anatomía de un asesinato, un poderoso thriller judicial, en el que conoceremos a Biegler, un letrado que, tras dejar la fiscalía, ahora trabaja como abogado en asuntos de medio pelo; cuando es tocado para defender a un teniente del Ejército, Manion, que ha matado a un hombre acusándolo de haber violado a su esposa, Laura, Biegler se encontrará ante un caso con muchas aristas, muy ambiguo...
Preminger, a pesar de la larga duración (2 horas y 40 minutos), consigue mantener la atención del espectador permanentemente, a base de buenos diálogos, una narrativa ejemplar, y una notable descripción de los personajes, desde el abogado, recto pero humano, al teniente, vidrioso y de malas vibraciones, llegando a la esposa supuestamente violada, con tendencia al coqueteo permanente, incluso con el abogado que defiende a su marido. Todo ello confluye hacia un film espléndido en forma y fondo, una historia sobre lo relativo que es todo, también en el crimen, y cómo lo que parecía blanco puede finalmente ser negro, y viceversa, y con una inusitada capacidad para el erotismo soterrado, que hay que agradecer tanto al texto del guion como a la ejemplar actuación de Lee Remick, jugando con notable desparpajo con su atractivo sexual y una estudiada “posse” de pudorosa esposa.
También muy bien tanto James Stewart, en uno de esos papeles que parecían escritos expresamente para su bonhomía y buen hacer interpretativo, hombres que se guían por el correcto proceder, aunque se vean tentados por la carne, como es el caso, hombres que hacen lo que hay que hacer contra viento y marea. Y, por supuesto, la mirada hipnótica y el rostro hierático de Ben Gazzara, pintiparado para el taimado personaje del militar enchironado. El viejo Arthur O’Connell hace toda una creación del típico borrachuzo de buen corazón que no puede dejar la botella, a pesar de ímprobos esfuerzos, pero brinda su amistad a todo trance a su amigo. Magnífica la música de Duke Ellington, bellísimo jazz que empezaba ya a llenar las bandas sonoras del cine americano clásico.
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