El cine de animación digital no se ciñe, como parece obvio, a Pixar/Disney ni a los grandes estudios con sus divisiones de animación, como DreamWorks, Fox, Warner y Paramount; hay toda una miríada de pequeños estudios que intentan meter cabeza en la élite de la animación mediante CGI o imagen generada por computador, generalmente sin mucho éxito. Entre ellos está Blue Dream, un pequeño estudio norteamericano que tiene incluso una filial española, Blue Dream Spain, rodándose esta película precisamente en nuestro país, en concreto en la región de Valencia. A la producción se sumaron también dos cinematografías orientales, la de China y Corea del Sur.
La historia parte de una novela gráfica de uno de los directores, Scott Christian Sava. Inicialmente se sitúa en San José, una localidad de California, en 1962. Allí, el fatuo, arrogante Horacio, muy contento de haberse conocido, codirige el circo Huntington junto a su hermano Bob. Sin embargo, cuando llega al circo la bella Talía, la rivalidad entre los hermanos, los dos enamorados de la chica, hace imposible la continuidad del proyecto con ambos, abandonando Horacio las carpas circenses para establecerse por su cuenta. Bob y Talía, por su parte, se casan. Varias décadas más tarde, el sobrino de Bob, Owen, se casa con Zoe y tienen a la pequeña Mackenzie; Bob se ha visto obligado a dejar el circo y emplearse en la empresa de comida para perros de su suegro, hasta que un día, tras la muerte de sus tíos Bob y Talía, le llega una caja de galletitas con formas animales, que tienen una sorprendente propiedad...
Tony Bancroft, el director “líder”, por así decirlo, correalizó Mulan (1998), así que es el que realmente tiene conocimientos de animación cinematográfica; Scott Christian Sava, aunque es del gremio del cómic, apenas tenía como experiencia un par de cortos animados. Pero lo cierto es que ambos, y el codirector Jaime Maestro, estuvieron lejos de conseguir un producto interesante. Aunque con buena animación y, en general, un movimiento bien conseguido, lo cierto es que el film flaquea en el apartado del contenido, con una historia a menudo incoherente y desdibujada, con escasa gracia y situaciones y diálogos, flojos, tópicos e inconsistentes. Los personajes son más que nada estereotipos, no se ha intentado (o, al menos, no se ha conseguido) insuflarles cierta vida, cierta personalidad propia. Los dos villanos, tanto Horacio como el narcisista Brock (aunque la faceta de “pelota” desaforado de este sí que tiene su punto y su gracia), son artificiosos y poco creíbles, compendio de todos los defectos sin sombra alguna de virtud, pero además sin la crueldad habitual en los malos de los “cartoons”: estos son más bien imbéciles, sin más. La mala utilización del humor físico, muy pedestre y elemental, también confirma que los guionistas y directores no estuvieron precisamente finos.
El gadget de las galletitas de animales, cuya magia podría haber dado mucho de sí, está desperdiciado en la trama, con mucha aparatosidad pero poco ingenio. Película reiterativa, aburrida y elemental, es cierto que en el último tercio, en especial con las escenas de acción, al menos resulta entretenida y cumple su función de distraer un rato, sin muchas más pretensiones. Se podría considerar que contiene una cierta reivindicación de los circos como “alegrador de gente” (sic), aunque precisamente en un tiempo, el nuestro, en el que el papel de los circos de animales está más que cuestionado, no parece que sus autores hayan tenido el don de la oportunidad.
Nota a pie de página: por supuesto, esta Animal crackers no tiene nada que ver, ni por asomo, con su homónima Animal crackers (1930), la divertidísima peli de los hermanos Marx que en España llevó el más bien redundante título de El conflicto de los Marx.
(11-09-2020)
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