Se ha reputado este filme como una proeza cinematográfica, por aquello de rodar, durante doce años, a una serie de personajes que conforman una (supuesta) familia. Ello permite observar la transformación de los actores, que, sobre todo en el caso de los niños, crecen apreciablemente junto a sus roles. Pero lo cierto es que tampoco es nada nuevo. Esa misma circunstancia, aunque de alguna forma no premeditada (al menos al principio de la saga), ya se dio, por ejemplo, en la serie del personaje Antoine Doinel que François Truffaut comenzó con Los 400 golpes, en 1959, cuando Jean-Pierre Léaud, el actor que lo encarnaba, tenía quince años, y terminó con El amor en fuga, en 1979, cuando tenía treinta y cinco años, con tres filmes más intermedios (el segmento Antoine et Colette, del filme de episodios El amor a los veinte años, de 1962; Besos robados, rodado en 1968, y Domicilio conyugal, de 1970) que nos permitieron ver cómo el niño pasaba a joven y después a treintañero. Así que tampoco es que Linklater haya sido especialmente original, más allá de la voluntad, de la intención del “tour de force” que supone conseguir que un grupo de actores y técnicos estén disponibles varios días al año, durante una docena de ellos, para rodar las andanzas de esta familia que, digámoslo ya, parece prototípica de nuestros tiempos y de aquel país, los USA, en concreto.
Porque estamos ante familia con padres separados que a su vez rehacen sus vidas con otras parejas, incluso aportando nuevos hermanos o medio hermanos al clan familiar, tenemos los problemas de la adolescencia, cuando las hormonas empiezan a rebullir, los primeros escarceos amorosos, la tirantez con los padres, que no es sino autoafirmación de la personalidad en esa fase terriblemente inflamable llamada adolescencia, los estudios, ese momento en el que llegas a la mayoría de edad sin tener ni idea de lo que realmente quieres ser en la vida, si es que quieres ser algo... momentos de una vida, como apunta el subtítulo español.
En este sentido, Boyhood es un filme muy realista, por momentos casi hiperrealista: no hay lugar alguno para la fantasía, pretende reflejar, mediante destellos, los años que van desde el advenimiento del uso de razón del individuo hasta que llega a la edad adulta. No es cine documental, obviamente, aunque no deja de ser cierto que, al crecer o cambiar los personajes a la vez que los actores que los representan, se consigue un raro efecto de identificación, como si intérprete y rol compartieran algo más que la habitual composición actoral.
No soy de los fans irredentos de Linklater, que parecen haber descubierto en él a un nuevo maestro del cine. Concedo que tiene buenas maneras y una apreciable capacidad para poner en imágenes historias que son reconocibles por su verosimilitud y sin embargo no están exentas de poesía. Pero no creo, no al menos hasta ahora, que llegue a las cimas que algunos quieren ver en él.
En cuanto a los actores, hay que reconocerles sobre todo una constancia y una capacidad de perseverancia poco comunes; durante doce años estuvieron al servicio del director para rodar esta historia, doce años en los que tuvieron que amoldar sus carreras, sus proyectos, sus vidas familiares y conyugales, al tiempo en el que Linklater los reclamaba para seguir enhebrando esta esforzada cadena cinematográfica que tiene interés pero que, desde luego, no es El Séptimo Sello…
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