El cine africano es un gran desconocido en Europa, y dentro del cine africano, el realizado en los países de mayoría árabe, que además son los de mayor producción (bastante más que los africanos de raza negra, para entendernos), apenas nos llega tampoco. Por eso es tanto más interesante que el que nos llega sea tan bueno como este Clash, que impacta de forma brutal en el espectador.
Mohamed Diab es un guionista egipcio que estudió cine en la prestigiosa New York Film Academy. Ya en su país, escribió guiones para varios filmes, hasta que empezó a dirigir él mismo sus textos. Su primera película como director fue la estimulante El Cairo, 678 (2010), sobre el lacerante tema del acoso sexual a las mujeres que utilizan el transporte público en su país. Ahora nos sorprende con una película aún mejor, este trepidante drama con ritmo de thriller, que además utiliza con habilidad un “tour de force” de los que hacen época, rodar toda la película dentro de un furgón policial. En cuanto a dificultad está, entonces, a la altura de otros proyectos similares, como Buried. Enterrado (2010), filmada enteramente dentro de una especie de ataúd, o Locke (2013), rodada en su totalidad dentro de un coche, porque, si bien en estos dos filmes el espacio era más pequeño, también había un único personaje, mientras que en Clash los personajes enclaustrados son más de una docena.
Ambientada en los disturbios que, en 2013, siguieron a la destitución por el Ejército del Presidente Morsi, líder de los Hermanos Musulmanes (islamistas más o menos moderados, para entendernos), la acción transcurre íntegramente dentro de un furgón policial, cuyo exiguo recinto será pronto llenado, de forma consecutiva, primero por dos periodistas que trabajan para la agencia norteamericana Associated Press, después por partidarios del régimen militar (laicos que no quieren ver a los islamistas ni en pintura), posteriormente por seguidores de los Hermanos Musulmanes, y finalmente incluso por algún guardia díscolo que se apiadó de las penosas condiciones infrahumanas de los recluidos en el vehículo.
Todos ellos, recelosos entre sí al principio, habrán de empezar a convivir, a tolerarse, incluso a respetarse, para sobrevivir en una situación desesperante, cuando no desesperada. Se conforma así un microcosmos, una radiografía de la sociedad egipcia actual, con las dos fuerzas, religiosa y laica, que luchan por sobreponerse una a la otra, pero también se lanza un mensaje sobre la necesidad de entenderse en lo fundamental, el bienestar del país, aunque se mantengan las propias ideas. Ese microcosmos, que no ahorra las tragedias personales, que se pueden trascender a las de la propia sociedad egipcia, que salió de la dictadura de Mubarak para encontrarse, con la Primavera Árabe, que los que subían al poder (por vía rigurosamente democrática, eso sí) eran los teócratas de los Hermanos Musulmanes, ese microcosmos, decíamos, será como un puzle que el director y su coguionista, su hermano Khaled, describen con mano maestra, desde lo ideológico a lo personal, desde lo puramente fisiológico a lo emocional o sentimental.
Un ritmo impresionante que no da tregua al espectador y que en el último tercio termina siendo angustioso por la rara capacidad de identificación que consigue el director con los protagonistas (con independencia de con quién estén nuestros afectos o nuestras afinidades) redondea una obra mayor, un filme espléndido que confirma el nacimiento de una estrella, Mohamed Diab que, desde ya, es uno de los cineastas más interesantes del cine árabe y del cine africano en su conjunto.
Notabilísimo trabajo de todos los intérpretes, con frecuencia al borde del histerismo por la durísima situación vivida, pero todos perfectos en sus roles. Me quedo en todo caso con Nelly Karim, la estupenda Madre Coraje que, en contra de la voluntad de los guardias, conseguirá entrar ella también en el furgón para proteger, con su fuerza y determinación, a su hijo y marido, allí encerrados.
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