El cine de Alfred Hitchcock, a mediados de los años sesenta, tras su última obra maestra, Los pájaros, no volvería a alcanzar la altura a la que rayó en las décadas de los años cuarenta y, sobre todo, de los cincuenta y primer lustro de los sesenta. No es que sus películas a partir de ese momento carecieran de interés (hablamos de Marnie, la ladrona, esta Cortina rasgada, Topaz, Frenesí y Family Plot/La trama), porque lo tuvieron, pero parece evidente que el estado de gracia que permitió a aquel gordo genial hacer maravillas como Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, la mentada Los pájaros, Falso culpable o Encadenados, había pasado ya.
No se ha hablado demasiado hasta qué punto pudo influir en esa minoración del interés de su cine desde mediados de los sesenta el hecho de que a partir de entonces prescindiera (generalmente por razones de fuerza mayor, como la edad) de los intérpretes que, de una forma u otra, se habían repetido con frecuencia en las películas de su etapa de esplendor, y que fueron un vehículo excelente para las obsesiones hitchcockianas. Y es que prácticamente desde principios de los sesenta dejaron de aparecer en sus films grandes actores y actrices como Cary Grant, James Stewart, Ingrid Bergman, Grace Kelly (los motivos de ésta fueron de tipo principescos, como sabemos...), o Vera Miles, siendo sustituidos por otros que, siendo a veces excelentes (por ejemplo, Sean Connery o Paul Newman), parece que no conectaron demasiado bien con el cine hitchcockiano. En ese sentido, Tippi Hedren podría considerarse el eslabón entre la época antigua (al haber estado en el último gran Hitch, el mentado Los pájaros) y la nueva (al protagonizar Marnie, la ladrona, la primera peli del llamado Mago del Suspense de su llamémosle “época inferior”, a mediados de los sesenta,).
Cortina rasgada fue entonces una de esas películas “menores” de Hitchcock, pero por la que, ciertamente, muchos directores matarían... La acción se desarrolla en el tiempo de rodaje del film, a mediados de los sesenta, en un barco en los fiordos noruegos, donde conoceremos a los científicos Michael Armstrong y su ayudante Sarah Sherman; ambos viajan en ese barco, que se ha quedado sin calefacción, aunque ellos remedian ese problema por el acreditado procedimiento de darse calor corporal mutuamente en la cama: es la peculiar forma de Hitch de decirnos que son amantes... Ya en Copenhague, en el hotel, Armstrong recibe un mensaje para recoger unos libros en una librería; Sarah va a recogerlos en su nombre sin que Michael lo sepa. Una vez los libros en poder de Armstrong, Sarah empieza a ver cosas raras en su pareja, quien finalmente le dice que tiene que ir a Estocolmo. La mujer, que se siente marginada de un secreto que Armstrong no quiere compartir con ella, sube al mismo avión sin que éste lo sepa. Pero donde va el profesor realmente es a Berlín Oriental, no a Estocolmo...
Aunque decíamos que Cortina rasgada no tiene la altura de los grandes films hitchcockianos, también afirmábamos que no carece de interés, ni mucho menos. Aquí Hitch se sumó, a su personal manera, a la creciente moda de la década de las películas de espías, impulsada fundamentalmente por el éxito popular de la saga de James Bond, de la que ya se habían hecho varios films como Agente 007 contra el Dr. No o Goldfinger. Pero, por supuesto, el cine de espías de Hitch (en el que reincidiría con Topaz) no tiene nada que ver con las fantasiosas aventuras de acción y erotismo más o menos soterrado que propiciaron las novelas de Ian Fleming.
Bajo los auspicios de la “major” Universal, Hitchcock hizo con esta película, como decimos, una de espías a su manera, en la que puso en pantalla una obsesión suya de la época, la de hacer ver al público lo difícil que es matar a alguien (en contra de lo que parece ocurrir siempre el cine, en el que se mata en un abrir y cerrar de ojos), en la famosa escena en la que Armstrong, descubierto por Gromek, el perro guardián que le han colocado las autoridades comunistas de la República Democrática Alemana (RDA), se ve obligado a matarlo para que no lo denuncie ni a él ni a la resistente que le ha ayudado en su misión secreta, nada menos que infiltrarse en la RDA como si hubiera traicionado a su país, para conseguir sonsacar a un científico alemán oriental información sobre un proyecto que puede ser vital para la seguridad del mundo. Esa escena, larguísima, dura en torno a seis minutos, tiempo en el que tanto Armstrong como la espía que le ayuda intentarán matar a Gromek de diversas formas: con un cuchillo, con una pala, estrangulándolo... para finalmente meterle la cabeza en el horno y abrir el gas (hoy día lo tendrían crudo, con las cocinas eléctricas...): todo ello para demostrar la tesis de Hitch, que no es tan fácil matar como parece en las películas...
Pero no será su única impronta personal que dejará el cineasta inglés en la cinta; el suspense, esa marca de fábrica por la que es mundialmente conocido, aparecerá en otras ocasiones, como en la parte final, especialmente interesante en la secuencia en la que Armstrong y su novia Sarah huyen de Berlín Oriental, en un autobús fletado por la organización clandestina de resistencia, en un suspense contenido pero a la vez creciente, en el que el autobús de marras, falso, va seguido cada vez más cerca por el verdadero, mientras se producen continuos controles de la policía...
También es relevante el tono desinhibido con el que Hitch (que siempre fue bastante osado en ese aspecto) presenta las escenas de sexo, como las iniciales, cuando vemos a Armstrong y Sarah retozando en la cama, escenas rodadas a base de primerísimos planos de ambos, como queriendo que el espectador comparta con los dos amantes esos momentos de jugueteo erótico, en una pareja que tiene sexo sin inhibiciones y sin estar casados (esto para los censores españoles de la época debió ser difícil de tragar..).
Pero hay también otras escenas que no están a la altura, como la de la condesa polaca, ya en la secuencia del desenlace, un personaje extraño y extravagante que no aporta gran cosa a la historia, ni en términos de contenido ni tampoco para que Hitch se pueda lucir sacando otro conejo de la chistera.
La filmación, por supuesto, es inteligente (está Hitchcock a los mandos, qué diantres...); la cámara está donde tiene que estar, moviéndose con la elegancia de un cineasta que conocía no solo todos los resortes de su oficio, sino también cómo funciona la mente del espectador para intrigarlo y seducirlo. Ciertamente no es de los mejores Hitch, pero es interesante e intrigante. También es cierto que a su escaso éxito, tanto de público como de crítica, quizá contribuyó el hecho de que los comunistas prosoviéticos fueran los malos de la película, siendo pintados como tipos torvos y perversos. En aquel tiempo, mediados de los años sesenta, de gran efervescencia política, en la que buena parte de la crítica mundial militaba en la extrema izquierda (con modelos a seguir como la China de la “revolución cultural”: vaya visión, hijos míos...), una peli con comunistas malos tenía que ser necesariamente reaccionaria, fascista, etcétera.
La película quizá resulta demasiado alargada en su desenlace, aunque tiene momentos brillantes, como el mentado suspense del autobús de línea verdadero que sigue cada vez más cerca al ficticio, o la imaginativa forma (que no destriparemos...) en la que Armstrong sale del atolladero en el auditorio donde asiste a una representación de ballet y va a ser detenido por las autoridades comunistas, que le cercan al parecer sin remedio.
Eso sí, la música de John Addison nos parece bastante insulsa, no parece ir con el género y, desde luego, hace añorar las magníficas partituras que Bernard Herrmann compuso para Hitchcock; curiosamente, sir Alfred rechazó la banda sonora escrita por su habitual músico para esta película, tachándola de anticuada, aunque, ciertamente, la que la sustituyó fue muy endeble.
Paul Newman y Julie Andrews hacen un trabajo correcto, aunque la conexión de ambos con el director fue siempre difícil.
(10-03-2025)
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