CRITICALIA CLÁSICOS
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Gregory La Cava (también acreditado a veces como “Gregory LaCava”; Towanda, Pensilvania, 1892 – Malibú, California, 1952) fue un cineasta norteamericano que se inició en el cine muy joven, con solo 21 años, primero como director de animación, todavía en el cine mudo, para después pasarse al cine de acción real. En esa etapa del cine silente dirigió más de cien títulos, entre “cartoons” y pelis con actores y actrices, afianzándose como un solvente cineasta especialmente perito en comedias y romances. Pero su nombre cobraría relevancia sobre todo durante la década de los años treinta, ya en la etapa sonora, en la que depuró su estilo, elegante y a la vez con un punto de rebeldía “light”, que llegó incluso a tener su propio nombre, el llamado “touch La Cava” o “toque La Cava”. En esos años treinta se rodaron las películas por las que será recordado, como Sucedió una vez, Al servicio de las damas y estas Damas del teatro, quizá su película más característica. En los años cuarenta, ya con serios problemas con el alcohol, su producción cayó en picado, para morir a principios de los cincuenta de un ataque al corazón.
La historia se inicia en el tiempo de su rodaje, a mediados de los años treinta, en Estados Unidos (el film se rodó en los estudios de la RKO, en Hollywood), y se centra fundamentalmente en la llamada Pensión Candilejas, supuestamente situada en Nueva York, donde se aloja un buen número de mujeres que son o quieren ser actrices, mientras les llega el ansiado papel que las descubra para el gran público. Conocemos así a Jean, Linda, Kay y otras chicas, además de Terry, nueva en el establecimiento, hija de un hombre rico que no ve con buenos ojos las veleidades artísticas de su vástago y tiene el firme propósito de boicotearla de una forma u otra. La exquisita Terry, con sus modales refinados, no casa demasiado con el resto de chicas, mucho más catetas, y en especial no tendrá buena relación con Jean, sintiendo ambas una cordial antipatía mutua. Por otro lado, algunas chicas de la pensión son, con cierta frecuencia, invitadas por un prohombre de la escena teatral, Powell, con intenciones no precisamente bondadosas...
Producida por Pandro S. Berman, uno de los productores de referencia de los años treinta a cincuenta, Damas del teatro parte de la obra teatral homónima (Stage door), original de Edna Ferber y George S. Kaufman, estrenada en Broadway en 1936, aunque su adaptación al cine se tomó muchas libertades, entre otras el cambio de nombre de muchos personajes e incluso de algunas de las características de estos.
Hay en la película, por supuesto, una mirada sobre la sacrificada profesión de actriz (también de actor, claro), entonces y ahora, y esa mirada sigue estando vigente, una visión nada amable ni condescendiente sobre las dificultades para triunfar en la interpretación, en teatro, cine o televisión. Hay también, quizá en tono menor, pero está ahí, una cierta denuncia sobre lo que en este siglo XXI conocemos con el hastag #MeToo, el pujante movimiento que ha puesto en evidencia los favores sexuales que los poderosos del cine han exigido, exigen y (nos tememos) seguirán exigiendo a aquellas actrices, pero también actores, que dependen de sus decisiones para conseguir papeles en sus obras o películas, o, como en este caso, con frecuencia simplemente para comer algo mejor que la incomestible alimentación que les sirven en la pensión, en la que las chicas tienen siempre más hambre que Carpanta. Ahí es donde se producen los cantos de sirena de los hombres con poder en el gremio, que usan abyectamente para seducir a las chicas, dado aquí desde luego muy pudorosamente, casi sin querer hacer sangre (no se podía esperar mucho más en aquellos tiempos, es cierto...).
Con acerados diálogos, que incluyen invectivas, puyas y leñazos de toda laya, pero siempre dichos con cierta elegancia, Damas del teatro es una película que se define por varias características poco comunes, como es el hecho de estar abrumadoramente interpretada por mujeres, y en el caso de los escasos hombres que aparecen, no son precisamente con personajes positivos, como el productor teatral que se aprovecha de su posición para tener a su disposición a jovencitas con hambre de triunfo (y también de comida...); pero en aquella época tampoco era frecuente un protagonismo coral como se da aquí, en la que hay varias actrices casi en pie de igualdad en importancia en sus papeles, con independencia de que, en la parte final, sea la gran Katharine Hepburn la que capitalice el protagonismo individual. Al margen de ella destaca la también estupenda Ginger Rogers, cuando ya gozaba de gran popularidad por los musicales que interpretó junto a Fred Astaire en los años treinta, y en un papel más secundario, Lucille Ball, que con el tiempo sería una de las grandes estrellas televisivas, con show propio mantenido en antena, con interrupciones, durante más de tres décadas.
Revisada más de ochenta años después de su estreno, lo cierto es que Damas del teatro, como buen clásico, se mantiene razonablemente bien: sus conflictos son de entonces pero también de ahora y de siempre, el ser humano (aquí, muy concretamente, la mujer) en su lucha por triunfar en la vida, por ser lo que quiere ser: ¡ahí es nada! Y todo ello, con buen ritmo narrativo, ingeniosos diálogos y una trama que se sigue con agrado: ¿qué más se puede pedir?
(27-03-2023)
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