De los escasos directores de verdadero interés surgidos en el cine en los años ochenta, uno de los que ya tiene un puesto asegurado en la Historia del Cine es Neil Jordan, un cineasta irlandés que con sólo dos películas se situó inmejorablemente en el escalafón. Esas dos cintas eran En compañía de lobos, una notable revisitación del mito de los licántropos, los hombres lobos, en un paisaje visual e intelectual ciertamente fascinante, con una envoltura formal bellísima y una lectura de los cuentos de hadas sólo para adultos con dos dedos de frente; su otro hallazgo fue Mona Lisa, un interesante filme negro claramente diferenciado de la morralla que se hacía (y se hace) en el género policíaco.
Danny Boy fue su primer largometraje en su Irlanda natal, y plantea una turbia historia que entremezcla con sabiduría los elementos característicos de los policíacos y las particularidades de la República de Irlanda, el Ulster y el grupo terrorista IRA. Con todos esos elementos, Jordan esbozó un retrato duro, violento y a la vez lírico de la realidad de Irlandesa, una realidad enmarcada en la locura cotidiana de una guerra civil no declarada, no terminada, en una atmósfera espectral apreciablemente conseguida.
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