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La serie televisiva Downton Abbey, producida por Carnival Film & Television, se grabó entre 2010 y 2015, con un total de 6 temporadas y 52 episodios. Durante ese tiempo se convirtió en una popularísima producción para la pequeña pantalla, con multitud de premios, entre ellos tres Globos de Oro. Aparte de ese éxito de crítica, lo cierto es que la serie se convirtió en el epítome de la televisión “british”, una mirada entre cómplice, irónica y con un punto (cortito...) de crítica sobre la aristocracia británica de las primeras décadas del siglo XX y sus relaciones intrafamiliares, pero también con el servicio doméstico que se constituía en sus pies y sus manos, y sin el que los nobles no eran capaces de dar dos pasos seguidos. De alguna forma, la serie Downton Abbey vino a recoger el testigo dejado por la no menos famosa serie Arriba y abajo (1971-1975), producida por London Weekend Television, que se hizo muy popular en la década de los setenta del siglo XX, jugando también con las relaciones, no siempre fáciles, entre nobles y criados.
Ahora, de nuevo la productora Carnival, junto a las norteamericanas Focus Features y Perfect World Pictures, afrontan llevar a la gran pantalla ese mismo universo. Con buen criterio, se ha optado por hacer una especie de nuevo capítulo de la saga, situándolo históricamente en 1927, tras las historias que hemos conocido en los 52 episodios anteriores, de tal forma que podría decirse que estamos ante una secuela en formato cinematográfico de la serie televisiva.
Estamos en 1927 en el palacio de Downton Abbey, la propiedad señorial del Conde de Gratham. Se recibe una carta de Palacio (así, sin apellidos y con mayúsculas, en el Reino Unido no hay más que uno: Buckingham, sede oficial de los monarcas británicos) que anuncia la próxima llegada del rey Jorge V y su esposa, con su corte, para pasar un día y su correspondiente noche en Downton. El anuncio produce gran conmoción, tanto en los señores como en la servidumbre y el pueblo anejo. Se aprestan los preparativos, aunque no contaban (mayormente los criados) con que los siervos del rey eran tan altivos, o más, que sus amos y señores...
Tiene Downton Abbey-película las virtudes de la serie, aunque también alguno de sus defectos. Entre las primeras, la suntuosidad, pero no la suntuosidad vacía de la elegancia sin más, sino la que reviste a las personas: el conde, su mujer, las hijas y yerno, incluso los reyes y demás cohorte, son gente de carne y hueso, sin demasiado estiramiento: como decía el famoso culebrón mexicano de los años setenta, “los ricos también lloran”... Está bien que veamos que tras la fachada opulenta de la aristocracia, al final, no hay sino gente corriente y moliente, con dos brazos, dos piernas, una cabeza y problemas humanos como cualquiera; esa humanización juega a favor de la película, como ya lo hacía en la serie.
Entre los defectos, quizá uno emparentado con esa virtud de la suntuosidad humanizada: los nobles y los reyes están vistos de forma tan cómplice que a ratos parece que estamos viendo una hagiografía de estos aristócratas tan buenos que ellos mismos, bajo un diluvio como de Noé, se afanan poniendo sillas para la recepción del monarca, pobrecitos, qué buenos son... Y es que, aunque quizá sea inevitable, tiene Downton Abbey un punto muy marcado de producto “monarcófilo”, si nos permiten el palabro recién inventado, pero que viene al pelo con lo que decimos. No hay prácticamente un atisbo de crítica a los reyes ni a los nobles, e incluso los sirvientes de ambos se comportan con un esquema que reproduce, a su escala, las clases sociales de los pudientes y los que “no pueden” mayormente nada, salvo sobrevivir y darse con un canto en los dientes por ello.
Se agradece, es cierto, la especie de “rebelión en la granja” (sin granja, y sin animales...) que se marcan los sirvientes de Downton contra sus regios homólogos tan creídos, aunque es cierto que con frecuencia esa rebelión suena más falsa que Judas: muchas de las artimañas usadas por la servidumbre para sus fines (ser ellos los que sirvan a los reyes, ejem...), o están pilladas por los pelos, o, de haberse producido, hubieran terminado con alguno o varios de ellos encerrados en la Torre de Londres: licencia artística, se llama la figura, en la que el creador de la serie, el escritor, guionista y también actor Julian Fellowes, incurre en la película con más frecuencia de la deseada.
Se le ha encargado la dirección de la película a Michael Engler, que en la serie dirigió cuatro episodios, así que conoce a la perfección la historia, los personajes y la trama, y eso se nota. No hay sorpresas, y ello debe entenderse también como un acierto, porque la película, parece obvio, no aspira a sorprender ni asombrar sino a sumergir al espectador de la serie, otra vez, en un universo manifiestamente conocido, en el que los personajes están ya marcados y sabemos cómo van a actuar y por qué lo harán así.
Regreso entonces al confort de lo conocido, pero corregido y aumentado por la gran pantalla, el sonido Dolby, las dos horas de duración del “episodio” y los generosos recursos económicos hábilmente utilizados, Downton Abbey, como película, se constituye en un digno colofón de una serie ciertamente histórica, y no sólo en su acepción temática, que también, sino en la que habla de que “ha hecho historia” dentro del audiovisual.
El reparto, en su mayor parte ya conocido de la serie, funciona tan bien como en esta, aunque es curioso que algunos personajes, como el conde, tienen bastante menos papel que en el producto televisivo. Como siempre, destacaríamos el inmenso talento de Maggie Smith, en un personaje que, curiosamente, siendo el mismo de siempre, aporta hacia el final del metraje cierta predisposición hacia la indulgencia que viene a ser casi la mayor novedad de este colofón a la serie. Del resto nos quedaríamos con la siempre estupenda Imelda Staunton, y con el irlandés Allen Leech, cuya evolución a lo largo de la serie culmina aquí, y de qué forma, en una de las líneas argumentales paralelas.
(25-09-2019)
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