De entre los posibles presidenciables norteamericanos, aparte de Robert Francis Kennedy, que iba en volandas hacia la Casa Blanca cuando fue asesinado en 1967, el candidato que más despejado tenía ese camino en el último medio siglo se puede considerar que ha sido, sin lugar a dudas, Gary Hart, que fuera senador por Colorado en dos legislaturas y que, tras ser la estrella emergente de la campaña demócrata para la presidencia en 1984 (que perdió finalmente frente a Walter Mondale, exvicepresidente con Jimmy Carter), se dibujaba clarísimamente como el ganador de las primarias de su partido, el partido del burro (no es un insulto, es el símbolo del Partido Demócrata) y un más que probable vencedor en las elecciones presidenciales de 1988, teniendo en cuenta que enfrente hubiera tenido a un George Bush (padre) que no era precisamente la alegría de la huerta, mientras que Hart era un político brillante, joven, guapo, magnífico orador, carismático, con nuevas ideas: un Kennedy sin ser Kennedy, para entendernos.
Pero (siempre hay un pero...) la Historia tiene carambolas que pueden desembocar en cambios imprevisibles sobre lo que parecía cantado. Fue el caso: Hart, cuya fama de mujeriego le perseguía al menos desde que ocupó su plaza de senador por Colorado, en una entrevista con un periodista del Post, le retó a que le siguiera para demostrar que, supuestamente, era infiel a su esposa. Esa baladronada abrió la caja de Pandora, pues aunque los del Post no siguieron por ese camino, que entendían de prensa amarilla, otro diario con menos escrúpulos, The Miami Herald, sí investigó, pillando al candidato con su amante de la época, la modelo Donna Rice, en su propio domicilio. A partir de ahí todo se precipita: el acoso periodístico, tanto contra el candidato como contra su familia, se tornará progresivamente insoportable, hasta desembocar en la decisión que la Historia conoce: Hart se retiró de la campaña electoral que le iba a llevar a la Casa Blanca.
Pero lo curioso del caso, visto con la perspectiva del tiempo, es que un simple lío de faldas pudiera poner contra las cuerdas a un posible, incluso probable presidente de los Estados Unidos, teniendo en cuenta que anteriormente otros inquilinos del Despacho Oval (recuérdense, sin ir más lejos, los casos de Franklin Roosevelt y no digamos de John F. Kennedy), habían sido conocidos por sus devaneos extramaritales; incluso con posterioridad, los famosos escarceos sexuales del presidente Clinton con Monica Lewinsky, aunque pusieron en aprietos al rijoso Bill, finalmente quedaron en nada (bueno, sí, en unas cortinas churretosas que hubo que enviar a la tintorería...). Porque lo realmente sustancial en el “affaire” de Gary Hart no fue exactamente que le pusiera los cuernos a su mujer (basta recordar el más que conocido asunto sexual entre Marilyn Monroe y JFK), sino que mintió reiteradamente sobre ello, primero retando a que la prensa demostrara sus relaciones extraconyugales y, después, negando la abrumadora evidencia, queriendo ampararse en una privacidad que, ya en los años ochenta, era una antigualla, al menos para la clase pública.
El candidato refleja esta historia, que en su momento fue traumática para los Estados Unidos; no al nivel, por supuesto, de los grandes dramas del siglo XX en los USA, como el magnicidio de JFK o la dimisión de Nixon, pero sí de una forma importante, por cuanto Hart era percibido por una gran parte de la sociedad norteamericana, incluso por los no estrictamente demócratas, como un posible gran presidente, un hombre que devolviera al país a su mejor momento histórico y político, una rara síntesis de liberalismo y conservadurismo de impecable discurso.
Jason Reitman, hijo del checoamericano Ivan Reitman, afortunadamente alejado de las comedietas en las que fue perito su padre, afronta en El candidato uno de esos intensos dramas políticos que tanto gustan en Estados Unidos (aunque esta vez, todo hay que decirlo, no ha funcionado demasiado bien en taquilla). Su película narra adecuadamente la peripecia de este hombre que estaba llamado a serlo todo y terminó siendo nada, solo un ex de pesado pasado, valga el cuasi calambur. Bien filmada, incluso elegantemente filmada, El candidato habla de la historia de un hombre que creyó que su mensaje político estaría por encima de su catadura personal, hasta que se topó de bruces con la realidad; en la campaña de las presidenciales de 1992 el equipo de Bill Clinton utilizó el eslogan “es la economía, estúpido”, para centrar la pugna contra George Bush padre en la parte más débil del mandato de este; parafraseando a los asesores del rijoso Clinton, cabría espetar con respecto a Hart que lo que le tumbó en su camino triunfal hacia la Casa Blanca no fue que cometiera adulterio, sino “la mentira, estúpido”. Porque la opinión pública norteamericana, tan variopinta como cabe esperar, lo que no tolera, y con razón, ni carcas ni progres, es la mentira: ya lo hizo con Nixon, al que lo que le derrotó fue empecinarse en mentir una y otra vez sobre su desconocimiento del escándalo Watergate, cuando las pruebas eran abrumadoras en su contra. Como a Nixon, a Hart lo que lo derribó fue también la mentira.
Buen film, en el tono ameno e intrigante que los cineastas yanquis tan bien saben imprimir a este casi subgénero, con sus periodistas que hurgan hasta encontrar la verdad, aunque en este caso, afortunadamente, no aparecen nimbados con la aureola de héroes de la opinión pública sino como gente que usaron procedimientos aberrantes para descubrir aspectos de la vida privada de una persona que, ciertamente, en otro tiempo no hubieran osado utilizar.
Como línea colateral, pero también de interés, se habla sobre el infierno al que fue empujada la mujer con la que Hart mantuvo aquella relación infiel, Donna Rice, una mujer estigmatizada por aquella historia y a la que la prensa engañó como a una china para que se prestara a colaborar y, con ello, quedara marcada de por vida.
Notable trabajo de Hugh Jackman, cada vez más decidido, con buen criterio, a hacernos olvidar su Lobezno. Del resto del reparto nos quedamos con la siempre estupenda Vera Farmiga, con un papel relativamente corto pero que ella, tan talentosa, borda: qué bien mira Farmiga como la mujer despechada al marido que la ha humillado involuntaria pero públicamente ante millones de personas. Qué bien mira...
Entre los secundarios, como curiosidad, cabe citar que Alfred Molina se mete en la camisa y la corbata (porque este hombre no se debía despojar de estas prendas ni para acostarse...) de Ben Bradlee, el famosísimo director de The Washington Post en los convulsos tiempos en los que el periódico investigó y sacó a relucir los escándalos de los papeles del Pentágono (llevado a la pantalla por Steven Spielberg en Los archivos del Pentágono, con Tom Hanks en el papel de Bradlee) y el caso Watergate (puesto en imágenes por Alan J. Pakula en Todos los hombres del presidente, con Jason Robards en ese mismo rol).
(26-02-2019)
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