El cine sobre enfrentamientos entre medios de comunicación y gobierno (u otros poderes) tiene una apreciable tradición en el cine USA; a vuela pluma podríamos recordar Todos los hombres del presidente (1976), de Alan Pakula, sobre el caso Watergate que acabó con la presidencia de Nixon; Spotlight (2015), de Tom McCarthy, sobre las publicaciones periodísticas que pusieron contra las cuerdas al obispado de Massachussets por su protección de curas pederastas; Buenas noches, y buena suerte (2005), de George Clooney, que relata la batalla de un programa de radio contra el Estado en la época de la Caza de Brujas; o El dilema (1999), de Michael Mann, sobre un programa de televisión que se enfrentó a las poderosas tabacaleras que dominaban el comercio mundial de cigarrillos, conocidas como Los Siete Enanos.
Este Los archivos del Pentágono entronca directamente con el primero de los títulos citados, Todos los hombres del Presidente, y, de hecho, su última escena enlaza literalmente con los hechos narrados en el film de Pakula, donde el espionaje que el equipo del presidente realizó en el cuartel general de sus adversarios demócratas (en el hotel Watergate, de ahí el nombre del escándalo), sacado a la luz por los periodistas Woodward y Bernstein, del Washington Post, supuso el principio del fin de la presidencia de Richard Nixon.
Esta historia es quizá menos conocida, al menos en el resto del mundo, aunque en Estados Unidos, en su momento, fue un tema de gran relevancia social. Estamos en 1971, cuando Norteamérica aún contiende en la Guerra de Vietnam, aunque ya parece evidente (por la fuerte contestación interna, entre otras razones) que va a perder esa conflagración. En ese contexto, un antiguo colaborador del Pentágono copia secretamente numerosos archivos calificados como confidenciales que confirman que Estados Unidos ya sabía, años atrás, que la guerra no se podía ganar, y a pesar de ello se mantuvo una política triunfalista y se siguieron enviando soldados al matadero. Esa filtración llega a The New York Times, pero el bragado director de The Washington Post se huele algo; este periódico estaba en ese momento en una semana crucial, pues su editora iba a hacer una Oferta Pública de Acciones para poner en bolsa parte del capital, a fin de ampliar plantilla y expansionar el rotativo...
Parece que Spielberg ha buscado hacer uno de sus dramas “sociales” que tanto le gustan: el racismo en El color púrpura, el Holocausto en La lista de Schindler, la guerra en Salvar al soldado Ryan... Tal vez buscaba otro Oscar, aunque por lo que parece no va a ser el caso (ha tenido dos nominaciones, una por película y otra para Meryl Streep, magra cosecha para quien pretendía arrasar). El problema de Los archivos del Pentágono es que, aparte de recrear (magnificándola, por supuesto) la Historia, lo que se nos cuenta, al menos durante la primera hora, nos trae al fresco, no interesa mayormente esa trama en la que se narran muy morosamente los entresijos de la OPV del periódico, los sabuesos de la redacción husmeando el notición, y las relaciones entre la editora del Post, Kay Graham, y el director, Ben Bradlee; ambos, por cierto, estarían también en esos mismos puestos cuando el periódico destapó el Watergate y provocaron la primera dimisión de un presidente de los Estados Unidos. De ambos, por cierto también, se hace un alarde cuasi pornográfico de sus relaciones con las más altas magistraturas de la nación: Bradlee y su mujer, prácticamente uña y carne con JFK y Jackie; Graham, amiga íntima de Lyndon Johnson y la Primera Dama, Lady Bird.
Menos mal que, a partir de la primera hora, cuando se plantea el dilema real (publicar la exclusiva con riesgos difícilmente asumibles, o plegarse para no perder el favor de Wall Street, entre otros teóricos beneficios), la película va tomando ritmo, se hace interesante y llega con cierta facilidad al espectador. Ha habido entonces que esperar sesenta largos, interminables minutos llenos de minucias, con esa verborrea que caracteriza a buena parte del cine yanqui de nuestros días, en los que parece haber un cierto horror vacui al silencio, como si el espectador necesitara ser estimulado auditivamente de forma incesante.
Film agradable en su fondo (una defensa de la prensa libre frente al poder del Estado: los periódicos han de estar al servicio de los gobernados, no de los gobernantes, se dice por una altísima magistratura en un momento clave del film), Los archivos del Pentágono, sin embargo, no han convencido ni fuera ni, lo que es peor, dentro de los USA, donde se supone que los nombres de Spielberg, Streep y Hanks son palabras mayores. Las moderadas recaudaciones así parecen confirmarlo, y la escasa aceptación en los Oscar (amén de su cero patatero en los Globos de Oro) también lo confirmaría.
Por supuesto, estamos ante una película irreprochablemente filmada: a Spielberg no lo vamos a descubrir ahora, uno de los directores y productores fundamentales en el cine de Hollywood de los últimos cuarenta años. Pero la forma no lo es todo, como confirma esta película que podría pensarse está llamada al éxito (grandes ideales, David contra Goliat, estrellas de relumbrón...), y que sin embargo se ha pegado el bacatazo.
Streep y Hanks, no es novedad, están excelentes. En Meryl es habitual, en el caso de Tom no tanto, porque últimamente llevaba una temporada con el piloto automático, salvo en El puente de los espías (2015), curiosamente también para Spielberg: parece que en las colaboraciones de ambos Hanks da lo mejor de sí; ya lo hizo, recordémoslo, en Salvar al soldado Ryan (1998). Entre los secundarios no nos resistimos a citar a Bruce Greenwood, que incorpora aquí a otro alto cargo de la administración norteamericana, de los que tiene ya una buena colección: en este caso es Robert McNamara, el Secretario de Defensa durante el período 1961 a 1968; anteriormente ya había interpretado a dos presidentes ficticios, en La búsqueda: el diario secreto (2007) y en Kingsman. El círculo de oro (2017), y en Trece días (2001) hizo nada menos que de John F. Kennedy...
Deja Los archivos del Pentágono un regusto de insatisfacción. Los yanquis tienen tendencia a pensar que todo lo que a ellos les interesa ha de ser apreciado en el resto del mundo, pero con cierta frecuencia resulta que eso no es así...
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